E l conte de Nadal de l'Auggie Wren de Paul Auster
Aquest
conte de Nadal l’explica magistralment Harvey
Keitel, interpretant Auggie Wren. Auggie s’adreçava a Paul
Benjamin (William Hurt) en una seqüència antològica del film
“Smoke”, de Paul Auster i Wayne Wang, rodat el 1995.
Smoke és una pel·lícula independent dirigida per Wayne Wang i Paul Auster:
Durant l'estiu de 1987, l'estanc d'Auggie Wren (Harvey Keitel) a Brooklyn és el centre de les curioses històries creuades que viuen els personatges que freqüenten l'establiment. Auggie té afició per la Fotografia, i cada dia a la mateixa hora exacta fa una foto d'allò que passa davant del seu estanc. Paul Benjamin (William Hurt), un dels seus clients habituals, és un escriptor que està travessant una crisi personal i, de retruc, creativa; un dia Rashid (Harold Perrineau) li salva la vida i entre ells dos neix una amistat. Llavors Paul ajudarà el jove a trobar el seu pare. Un dia apareix per l'estanc Ruby (Stockard Channing), una exparella d'Auggie que li comunica que la seva filla Felicity (Ashley Judd), drogoaddicta i embarassada, probablement també és filla d'ell. Com que veu que necessiten ajuda econòmica, Auggie farà el possible per aconseguir diners per a elles. A Paul li comuniquen una bona notícia: ha estat l'escollit per escriure el conte de Nadal d'aquell any per al diari, però no té idees i no se li acut res; Auggie li explica la història de com va aconseguir la càmera de fotos i li ensenya els seus àlbums, amb l'esperança d'inspirar-lo amb les anècdotes.
El conte de Nadal d´Auggie Wren de PAUL AUSTER
ARGUMENT
ARGUMENT
L’Auggie Wren treballa en un estanc al centre de Brooklyn,
és un persona sentimental i divertida. Allà va l’escriptor Benjamin a comprar
cigars holandesos i un dia s’assabenta de la passió de l’estanquer. Durant els
últims anys s’ha dedicat, cada dia, a la mateixa hora, a fotografiar una
cantonada del barri. Quatre mil fotografies iguals? Wren li ensenyarà a mirar.
I li explica l’origen de la seva passió, d'un dinar de Nadal amb una
desconeguda cega i del robatori d’una càmera fotogràfica. Benjamin queda tan
fascinat que ho escriu tot com un conte.
Aquest començament és en castellà (no l'he trobat en català), a continuació ja en català hi ha el conte que explica Auggie Wren
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie
no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría
gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la
historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es
exactamente como él me la contó.
Auggie y
yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de
un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único
estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí
bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el
extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros
y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que
decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada
más.
Pero luego, un día, hace varios años, él
estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la
reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una
fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no
era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los
escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había
descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un
confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo
dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no
parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios
sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día
siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y
sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de
su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas
durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida
Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola
fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a
más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas
las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el
31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los
álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi
primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante
que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era
un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los
mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las
páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía
sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo
llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió
y me dijo:
—Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no
te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me
obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en
los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el
ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude
detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los
diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa
tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los
domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en
segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el
mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo
de la cámara de Au-ggie.
Una vez que llegué a
conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una
mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos
indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si
pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me
di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el
tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y
deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para
sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con
gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a
recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana
—murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que
sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la
semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer
fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy
esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma
semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si
querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi
primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y
al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el
teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la
Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días
desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros
del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de
hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran
otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del
mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie
proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una
contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como
tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El
jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la
cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis
existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando
mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad?
—dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo
mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo
que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto
y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos
equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo,
pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
“—Fou a l’estiu del setanta-dos –digué.—Un matí va entrar
un xic a furtar coses de la botiga. Devia tenir dènou o vint anys, i pense que
no he vist mai un pispa de botigues més patètic. Estava de peus a la vora de
l’expositor de periòdics de la paret del fons, ficant-se llibres en les
butxaques de l’impermeable. Hi havia molta gent junt al mostrador en aquell
moment, així que al començament no el vaig veure. Però en adonar-me’n vaig
començar a cridar. S’hi posà a córrer com una llebre, i quan vaig aconseguir
eixir de darrere del mostrador, ell ja anava com una exhalació per l’avinguda
Atlantic. El vaig perseguir mitja mançana, i finalment hi vaig renunciar. Se li
havia caigut alguna cosa, i com que jo no tenia ganes de seguir corrent em vaig
acatxar per veure què era. Va resultar que era la seua cartera. No hi
havia gens de diners, però sí el carnet de conduir i tres o quatre
fotografies. Supose que podria haver cridat la poli perquè el detingueren.
Tenia el nom i l’adreça al carnet, però em va fer pena. No era més que un pobre
desgraciat, i en mirar les fotos que duia a la cartera, no vaig ser capaç
d’enfadar-me amb ell. Robert Goodwin. Així es deia. Recorde que en una de les
fotos estava de peus abraçant sa mare o la seua iaia. En altra estava amb nou o
deu anys assegut, vestit amb un uniforme de beisbol i amb un gran somriure a la
cara. No hi vaig tenir valor. Vaig pensar que deuria ser drogaaddicte. Un pobre
xicot de Brooklyn sense molta sort, i, de més a més, què importaven un parell
de llibres de butxaca?”
“Així que em vaig quedar amb la cartera. De tant en tant
sentia l’impuls de tornar-li-la, però l’ajornava una i altra vegada i no feia
mai res al respecte. Després arriba Nadal i m’hi trobe sense res a fer.
Generalment l’amo de la botiga m’invita a passar el dia a sa casa, però aquest
any ell i la seua família eren a Florida visitant uns parents. Així que estic
assegut al meu pis aquest matí compadint-me una miqueta de mi mateix, i llavors
veig la cartera de Robert Goodwin sobre un prestatge de la cuina. Pense,
dimonis, per què no fer alguna cosa bona d’una vegada, així que em pose l’abric
i isc per tornar la cartera personalment”.
“La direcció era a Boerum Hill, en les cases
subvencionades. Aquell dia gelava, i recorde que em vaig perdre diverses
vegades tractant de trobar l’edifici. Allí tot sembla igual, i recorres una i
altra volta el mateix carrer pensant que estàs en altre lloc. Finalment trobe
l’apartament que busque i toque al timbre. No passa res. Desduisc que no hi ha
ningú, però ho intente altra vegada per assegurar-me. Hi espere una miqueta més
i, tot just quan estic a punt d’anar-me’n, sent que algú ve cap a la porta
arrossegant els peus. Una veu de vella pregunta qui és?, i jo conteste que
estic buscant Robert Goodwin”.
“—Ets tu, Robert? —diu la vella, i després descorre uns
quinze forrellats i obre la porta.
Deu tenir vuitanta
anys, potser noranta, i el primer que note és que és cega.
—Sabia que hi vindries, Robert —diu—. Sabia que no
t’oblidaries de la teua iaia Ethel a Nadal.
I després obre els
braços com si estigués al punt d’abraçar-me”.
“Jo no tenia molt de temps per a pensar, comprens? Havia
de dir res de pressa i corrents, i abans que pogués adonar-me què estava
passant, sentí que les paraules eixien de la meua boca.
—Clar que sí, iaia Ethel —vaig dir—. He tornat a veure’t
el dia de Nadal”.
“No em preguntes per què ho vaig fer. No tinc ni idea.
Potser no volia decebre-la o alguna cosa així, no ho sé. Simplement va eixir
així de sobte, aquella anciana m’abraçava davant la porta i jo l’abraçava a
ella”.
“No vaig arribar a dir-li que era el seu nét. No
exactament, però ho semblava. Tanmateix, no estava intentant enganyar-la. Era
com un joc que els dos havíem decidit jugar, sense haver de discutir les
regles. Vull dir que aquella dona sabia que jo no era el seu nét Robert. Estava
vella i esguerrada, però no tant com per a no notar la diferència entre un
estrany i el seu propi nét. Tot i això la feia feliç fingir, i com que jo no
tenia res millor a fer, em vaig alegrar de seguir-li el corrent”.
“…Així que entràrem a l’apartament i passàrem el dia junts.
Allò era un autèntic femer, hi podria afegir, però quina altra cosa es pot
esperar d’una cega que s’ocupa ella mateixa de la casa? Cada vegada que em
preguntava com estava, jo mentia. Li vaig dir que havia trobat un bon treball a
un estanc, que estava a punts de casar-me, li vaig contar cent contes xinesos,
i ella va fer com que se’ls creia tots”.
“—Això és estupend, Robert— deia, assentint amb el cap i
fent un somriure. Sempre vaig saber que les coses t’anirien bé”.
“Al cap d’una estona, vaig sentir fam. No semblava que
hagués molt menjar a la casa, així que vaig anar a una botiga del barri i hi hi
vaig tornar amb un munt de coses. Un pollastre precuinat, sopa de verdures, un
recipient d’ensalada de creïlles, pastís de xocolata, tota mena de viandes.
Ethel tenia un parell de botelles de vi guardades al dormitori. Entre tots dos
aconseguírem preparar un dinar de Nadal prou decent. Recorde que ens posàrem
una miqueta alegres amb el vi, i en acabant de dinar vam anar a seure a la
saleta, on les butaques eren més còmodes. Jo havia de pixar, així que em vaig
disculpar i vaig anar al bany que hi havia al corredor. Fou llavors quan
les coses feren un altre tomb. Ja era prou desgavellat que fera el numeret
d’esser el nét d’Ethel, però el que vaig fer tot seguit era una autèntica
bogeria, i mai no m’ho he perdonat”.
“Entre al bany, i amuntegades contra la paret a la vora
de la dutxa, veig una pila de sis o set càmares. De trenta-cinc mil·límetres,
completament noves, encara en les capses. Mercaderia de primera qualitat.
Deduisc que això és obra del vertader Robert, un lloc on emmagatzemar botí. Jo
no havia fet una foto en ma vida, i certament tampoc no hi havia furtat mai
res, però quan veig eixes càmeres en el bany, decidisc que en vull una per a
mi, així de senzill. I, sense aturarme a pensar-ho, em fique una de les caixes
davall del braç i torne a la saleta”.
“No vaig deure absentar-me més d’uns minuts, però en
aquest temps l’àvia Ethel s’havia quedat dormida en la butaca. Massa vi, supose. Vaig entrar
a la cuina per escurar els plats i ella seguí dormint malgrat el soroll,
roncant com un nadó. No semblava lògic molestar-la, així que vaig decidir
anar-me’n. Ni tan sols podia escriure-li una nota de comiat, com que era cega i
tot açò, així que simplemente me’n vaig anar. Vaig deixar la cartera del seu
nét a la taula, vaig agafar la càmera i vaig eixir de l’apartament. I aquest és
el final de la història”.
“—Tornares alguna vegada?— li vaig preguntar.
—Una sola —respongué. Uns tres o quatre mesos després.
Em sentia tan mal per haver furtat la càmera que ni tan sols l’havia usat
encara. Finalment vaig prendre la decisió de tornar-la, però l’àvia Ethel ja no
estava allí. No sé que li havia passat, però a l’apartament vivia altra persona
i no sabia dir-me on era ella.
—Probablement havia mort.
—Sí, probablement.
—Cosa que vol dir que passà l’últim Nadal amb tu.
—Supose que sí. Mai no se m’havia ocorregut pensar-ho.
—Va ser una bona obra, Auggie. Feres una cosa molt
bonica per ella.
—Li vaig mentir i després li vaig robar. No veig com
pots dir a açò una bona cosa.
—La feres feliç. I a més la càmera era robada. No és com
si la persona a qui li la llevares fos el vertader propietari”.
El regal de Reis O. Henry (1862-1910) ( Traducció
d’Enric Iborra .)
Un dòlar i
vuitanta-set centaus. Això era tot. I d’aquests centaus, seixanta eren monedes
d'un cèntim. Cèntims estalviats un a un barallant-se amb el botiguer, amb la
verdulera i amb el carnisser fins a posar-se roja davant l’acusació silenciosa
d’avarícia que implicava un regateig tan obstinat. Della els va comptar tres
vegades. Un dòlar i vuitanta-set centaus. I l’endemà era Nadal.
Evidentment,
no hi havia res a fer llevat de deixar-se caure en el sofà petit i miserable i
posar-se a plorar. I això és el que va fer Della. La qual cosa suggereix com a
reflexió moral que la vida està feta de llàgrimes, sospirs i somriures, amb
predomini dels sospirs.
Mentre la dona
de la casa va passant a poc a poc de la primera etapa a la segona, fem una
ullada a la casa, un d’aquests pisos moblats de vuit dòlars a la setmana. No
era exactament un lloc miserable, però el departament municipal de mendicitat
l’hauria descrit així.
A baix, al
vestíbul de l’entrada, hi havia una bústia on ningú no deixaria cap carta, i un
timbre elèctric que cap dit faria sonar. També, al costat d’aquell timbre hi
havia una targeta amb el nom de «Sr. James Dillingham Young».
Els
«Dillingham» havien arribat fins allí portats pel vent d’un anterior període de
prosperitat, quan el cap de família guanyava trenta dòlars a la setmana. Ara,
quan els ingressos havien baixat a vint dòlars, les lletres del «Dillingham»
estaven pensant seriosament de contraure’s en una D modesta i sense
pretensions. Però sempre que el senyor James Dillingham Young tornava a casa i
obria la porta del pis, la senyora Della Dilllingham Young, que ja us ha estat
presentada com a Della, l’acollia amb tot d’abraçades i besos mentre li deia
«Jim». Tot això està molt bé.
Della va
deixar de plorar i es va empolvorar les galtes. Es va quedar dreta al costat de
la finestra i va contemplar melangiosament un gat gris que es passejava sobre
una tanca grisa en un pati gris. Demà era Nadal i només tenia un dòlar i
vuitanta-set centaus per comprar un regal per a Jim. Havia passat mesos
estalviant cada cèntim, i aquest n’era el resultat. Amb vint dòlars a la
setmana no es pot fer gran cosa. Les despeses havien estat més elevades del que
havia calculat. Sempre ho són. Només un dòlar i vuitanta-set centaus per
comprar un regal per a Jim. El seu Jim. Havia passat hores molt bones
pensant en alguna cosa per a ell que fos bonica. Alguna cosa bella, de
qualitat, especial, alguna cosa que mereixés l’honor de pertànyer a Jim.
Entre les
finestres de l’habitació hi havia un espill de cos sencer. Potser alguna vegada
heu vist un espill d’aquests en un pis de vuit dòlars. Una persona molt prima i
àgil, observant la seua imatge reflectida en una ràpida seqüència de franges
longitudinals, pot fer-se una idea molt precisa del seu aspecte. Della, com que
era esvelta, havia arribat a dominar aquest art.
De sobte es va
apartar de la finestra i es va plantar davant de l’espill. Els ulls li lluïen
intensament, però abans de vint segons la seua cara va perdre el color. Amb un
gest ràpid es va desfer els cabells i els va deixar caure tot al llarg de
l’esquena.
Els Dillingham
Young tenien dues coses de què tots dos se sentien molt orgullosos. L’una era
el rellotge d’or de Jim, que havia estat del seu pare i del seu avi. L’altra
eren els cabells de Della. Si la reina de Saba hagués viscut al seu mateix
replà, més d’un dia Della s’hauria rentat els cabells i s’hauria abocat a la
finestra per eixugar-se’ls amb la brisa, només per mostrar el poc valor que,
comparades amb els seus cabells, tenien les joies i els regals de Sa Majestat.
I si el rei Salomó hagués estat el conserge, amb tot de tresors apilats al
soterrani, Jim s’hauria tret el rellotge de la butxaca cada vegada que passés
davant d’ell només per veure com s’estirava la barba d’enveja.
Els cabells
esplèndids de Della li van caure sobre els muscles, onejants i refulgents com
una cascada d’aigües fosques. Li arribaven fins als genolls i l’embolcallaven
com una túnica. Tot seguit, amb un gest nerviós i ràpid, se’ls va tornar a
recollir. Va vacil·lar un moment i es va estar dreta mentre una llàgrima o dues
s’esclafaven sobre la gastada catifa roja.
Es va posar la
jaqueta vella i fosca; es va posar el vell barret també fosc. I amb una
revolada de faldilles i amb aquella lluïssor encara als ulls, va obrir
nerviosament la porta i va baixar les escales que donaven al carrer.
On es va
deturar hi havia un cartell que deia: «Madame Sofronie. Cabells de tota mena.»
Della va pujar les escales a corre-cuita i quan va arribar al pis que buscava
es va quedar immòbil, panteixant. La Madame, ampla, massa blanca, glacial,
tenia un aspecte que no es corresponia amb el nom de «Sofronie».
—Em compraria
els cabells? —va preguntar Della.
-Compre
cabells —va dir la Madame—. Lleve’s el barret i els farem una ullada.
Della es va
desfer els cabells, que van caure com una cascada de color castany.
—Vint dòlars
—va dir la Madame, sostenint la massa de cabells amb mà experta.
—Done-me’ls de
seguida —va dir Della.
Oh, les dues
hores següents van transcórrer volant en ales rosades. Disculpeu la metàfora,
tan vulgar. Della va anar de botiga en botiga, cercant un regal per a Jim.
Al final el va
trobar. De segur que havia estat fet per a Jim i per a ningú més. No n’hi havia
cap com aquell en cap de les botigues, i les havia regirades totes, una per
una. Era una cadena de rellotge, de platí, de disseny senzill i sobri, que
proclamava el seu valor pel que era i no per cap ornamentació de mal gust, com
tot allò que és bo de veres. Era digna del rellotge de Jim. Així que la va
veure va saber que havia de ser per a ell. Era com ell: discreta i valuosa. La
descripció podia aplicar-se a tots dos. Li’n van cobrar vint-i-un dòlars i se’n
va tornar a casa amb els vuitanta-set centaus. Amb aquella cadena al rellotge,
Jim podria mirar l’hora a cada moment, fos amb qui fos. Perquè, encara que el
rellotge era molt bo, de vegades Jim es mirava l’hora d’amagat a causa del
cordó vell de cuiro que feia servir en comptes d’una cadena.
Quan Della va
arribar a casa, l’excitació va deixar pas a una certa prudència i moderació. Va
treure les tenalletes d’arrissar els cabells, va encendre el gas i es va posar
a reparar els desperfectes que la generositat i l’amor havien causat. Cosa que
sempre representa, benvolguts amics, una feinada enorme, una feinada titànica.
Al cap d’uns
quaranta minuts tenia el cap cobert de rulls minúsculs i atapeïts. Semblava un
xiquet que ha fet fugina d’escola. Es va mirar a l’espill, amb deteniment i ull
crític.
—Si Jim no em
mata —es va dir—, abans de mirar-me per segona vegada, dirà que semble una
corista de Coney Island. Però, què podia fer sinó? Què podia fer amb un dòlar i
vuitanta-set centaus?
A les set el
cafè estava a punt, i la paella, col·locada sobre l’estufa calenta, estava
preparada per fregir-hi les costelles.
Jim no arribava
mai tard. Della va estrènyer la cadena en la mà tancada i es va asseure en un
cantó de la taula, prop de la porta per on ell entrava sempre. Aleshores va
sentir els seus passos al capdavall de l’escala, en el primer replanell, i va
empal·lidir per un moment. Tenia el costum de resar en silenci per qualsevol
cosa i en aquell moment va murmurar: «Déu meu, fes que em trobe encara bonica.»
La porta es va
obrir. Jim va entrar i la va tancar darrere seu. Se’l veia prim i molt seriós.
Pobre xicot, només tenia vint-i-dos anys i ja havia de carregar amb una
família. Necessitava un abric nou i anava sense guants.
Quan va ser
dins, Jim es va quedar immòbil com un gos quan olora el rastre d’una
guatla.Tenia els ulls fits en Della, i hi havia en ells una expressió que ella
no aconseguia entendre, i que li va fer por. No era ira, ni tampoc sorpresa, ni
desaprovació, ni horror, ni cap dels sentiments per als quals s’havia preparat.
Es limitava a mirar-la de fit a fit amb una expressió estranya.
Della es va
alçar i se li va apropar.
—Jim, estimat
—va exclamar—, no em mires així. M’he tallat els cabells i els he venut perquè
no hauria suportat que passés aquest Nadal sense fer-te un regal. Ja em
tornaran a créixer… et té igual, veritat? No he tingut més remei. A mi els
cabells em creixen molt de pressa. Digues «Bon Nadal!», Jim, i siguem feliços!
No pots imaginar-te quin regal més bonic, quina cosa més bona i més bonica t’he
comprat.
—Que t’has
tallat els cabells? —va preguntar Jim amb esforç, com si no entengués encara el
que passava, tot i l’enorme esforç mental que acabava de fer.
—Me’ls he
tallat i els he venut —va dir Della—. Però veritat que t’agrade igual? Veritat
que continue sent la mateixa sense els cabells?
Jim va mirar
per l’habitació amb curiositat.
—Dius que ja
no tens els cabells?—va dir, amb una cara mig idiota.
—No cal que
els busques —va dir Della—. Els he venut, ja t’ho he dit, els he venut, això és
tot. És la Nit de Nadal, estimat. Porta’t bé amb mi, que ho he fet per tu.
Encara que algú pogués comptar els meus cabells un a un —va continuar amb una
dolçor sobtada i tendra—, ningú no podria comptar mai el meu amor per tu. Pose
les costelles al foc , Jim?
Passada la primera
sorpresa, Jim va semblar despertar ràpidament. Va abraçar la seua Della. Mirem
discretament durant deu segons en una altra direcció, cap a algun objecte
indiferent. Vuit dòlars a la setmana o un milió a l’any… quina diferència hi
ha? Un matemàtic o una persona intel·ligent us donaran una resposta equivocada.
Els Reis d’Orient portaven regals molt valuosos, però aquest no el tenien.
Aquesta afirmació obscura ja s’aclarirà més endavant.
Jim es va
treure un paquet de la butxaca de l’abric i el va deixar sobre la taula.
—No penses
malament de mi, Dell —va dir. Cap tall, ni cap afaitada o rentada de cabells
poden fer que la meua xica m’agrade menys. Però si desemboliques aquest paquet
veuràs perquè al principi m’he quedat sense dir res.
Uns dits
blancs i destres van deslligar el cordill i van retirar el paper. I aleshores
es va sentir un crit d’alegria i desmai; i després, ai!, un canvi ràpid i
femení a llàgrimes i laments histèrics, per als quals va caldre recórrer als
poders consoladors de l’home de la casa.
Perquè allà,
damunt de la taula, hi havia les pintes: el joc de pintes —les dels costats i
la de darrere— que durant molt de temps Della havia contemplat amb un sentiment
d’adoració en un aparador de Broadway. Eren unes pintes molt boniques, de carei
autèntic, amb les vores adornades de brillants, justament del color que millor
li anava als seus bells cabells desapareguts. Eren unes pintes cares, ella ho
sabia, i el seu cor havia sospirat per elles, encara que sense la més petita
esperança d’aconseguir-les mai. I ara eren seues, però les trenes que havien de
dur aquells adorns tan anhelats havien desaparegut.
Della les va
estrènyer contra el pit i, finalment, va ser capaç d’alçar els ulls, amb una
mirada humida, i va dir somrient:
—El cabell em
creix molt de pressa, Jim!
I aleshores
Della va fer un bot com un gat escaldat i va cridar:
—Oh, oh!
Jim no havia
vist encara el seu magnífic regal. Della li’l va mostrar ansiosament sobre la
palma de la mà oberta. El metall preciós i mat semblava lluir com si fos un
reflex del seu esperit radiant i apassionat.
—No et sembla
meravellosa, Jim? He recorregut la ciutat de punta a punta per trobar-la. Ara
hauràs de mirar l’hora cent vegades cada dia. Dóna’m el rellotge. Vull veure
com li para.
En lloc
d’obeir, Jim es va estirar en el sofà, es va posar les mans al bescoll i va
somriure.
—Dell —va
dir—, deixem ara els nostres regals de Nadal. Són massa bonics per a fer-los
servir en aquest moment. He venut el rellotge per comprar-te les pintes. I ara,
què et sembla si poses les costelles al foc?
Els Reis
d’Orient, com ja sabeu, eren uns savis —uns homes meravellosament savis— que
van portar regals al Nen en el pessebre. Ells van inventar l’art de fer regals
per Nadal. Com que eren savis, els seus regals sens dubte també ho eren, i
potser fins i tot es podien canviar en cas de tenir-los repetits. Us he
explicat aquí, com he pogut, la història sense importància de dos joves sense
trellat, que vivien en un pis i que, de la manera més absurda, van sacrificar,
l’un per l’altre, els dos millors tresors que tenien. Per acabar, diguem als
savis d’avui dia que, de tots els qui fan regals, aquests dos eren els més
savis. De tots els qui fan i reben regals, els més savis són els éssers com Jim
i Della. A tot arreu són els més savis. Ells són els Reis d’Orient.
EL SIGNE D’ADMIRACIÓ d’ A. TXÉKHOV (1860-1904)
Era la nit de Nadal i Iefim Fómitx
Perekladin, secretari col·legiat, es va allitar tot amoïnat, fins i tot ofès.
Deixa’m tranquil, no em molestis!-va
remugar, irat contra la seva muller, que li havia preguntat per què feia
aquella cara tan sorruda.
El cas és que venia de fer una visita
on havien dit moltes coses desagradables i ofensives, segons ell. Al
començament, hom hi havia parlat dels beneficis de l’ensenyament en general,
però llavors, insensiblement, s’havia entrat en el tema del nivell d’instrucció
de la confraria dels funcionaris, i en aquest sentit hi havia hagut moltes
lamentacions, molts retrets, i àdhuc burles, a causa del seu baix nivell
d’educació. Aleshores, com sol passar quan s’apleguen una colla de russos, de
les generalitats hom va passar a les persones en particular.
Per exemple, vós mateix, Iefim Fómitx-
va dir un jove a Perekladin- Vós ocupeu un càrrec prou important …, i quina
educació heu tingut?
Cap. A nosaltres només se’ns exigeix
que sapiguem escriure correctament, i això és tot… -Va contestar suaument
Perekladin.
-I on heu après a escriure
correctament?
-Això és una qüestió d’hàbit… En
quaranta anys de servei se n’arriba a aprendre prou bé… Si, és clar, al
començament em resultava difícil, feia faltes…, però m’hi vaig anar
acostumant…, i ara me’n surto prou bé…
-I els signes de puntuació?
-També els sé manejar prou bé…, els
poso allà on cal.
-Mmmm…-el jove rumiava, confós-. Però
el costum és una tota altra cosa que la instrucció. No n’hi ha prou! Cal
posar-los a consciència! Quan poseu una coma cal saber per què la poseu…Aquesta
ortografia vostra, aquesta ortografia inconscient, mecànica, no té cap valor…
És un producte maquinal i prou.
Perekladin no havia dit res, només havia
somrigut modestament (aquell jove era fill d’un conseller d’Estat i tenia dret
a un grau de desena classe), però quan va ser dins el llit es va abandonar a la
indignació i a la ràbia.
“He servit durant quaranta anys
-pensava- i encara ningú no m’havia gosat dir que sóc un beneit, i ara mireu
quins crítics que pugen! Inconscient…mecànica…, producte maquinal…Oh, al
diable! Segur que en sé més que no pas tu, encara que no hagi estat a les teves
universitats!”
Després d’haver vessat mentalment
sobre el crític tots quants insults coneixia, quan ja va estar calentó sota la
manta, Perekladin va començar a tranquil·litzar-se.
“ Sí, és clar…, ja ho entenc… -pensava
mig endormiscat- . No posaré pas dos punts on cal posar una coma, i això vol
dir, doncs, que sé el que faig, que comprenc les coses. Sí…, així és,
-barbamec…- Primer s’ha de viure una mica, fer una mica de servei, i llavors ja
podràs judicar els més vells…”
Davant els ulls clucs de Perekladin,
ja abaltit, va passar com un meteor, enmig de nuvolades fosques i somrients,
una coma de foc. I a darrera una altra, i una altra, i ben aviat tota la
tenebra sense límits que tenia davant la imaginació es va omplir de multitud de
comes volants…
Per exemple, aquestes comes..
.-pensava Perekladin mentre tots els seus membres s’abaltien suaument en la son
que avançava- Jo les comprenc perfectament… Puc trobar, si vull, un lloc per a
cada una…, i… i això a plena consciència, no perquè sí… Examina’m i ho veuràs…
Les comes es posen a llocs diferents…, en uns llocs hi fan falta, en d’altres
llocs no… I com més embullat surt un escrit, més comes hi calen. Es posen
davant “ el qual” i davant “que”. Si a l’escrit s’hi enumeren els funcionaris,
cal separar-los amb una coma…Prou que ho sé!”
Les comes daurades s’aplegaren en un
remolí i s’esvaïren per un cantó, volant. Llavors vingueren, també volant,
punts de foc.
“Els punts es posen al final de
l’escrit… I quan s’ha de fer una pausa llarga i mirar els qui escolten, també
s’ha de posar un punt. Després de tots els paràgrafs llargs també s’ha de posar
un punt, a fi que el secretari, quan ho llegeixi, no es quedi sense alè. Els
punt no s’han de posar a cap més banda…”
Llavors tornen a venir comes volant…
Es mesclen amb els punts, giravolten i Perekladin veu una patuleia de punts i
comes i dos punts…
“També els conec, aquests…-pensa-.
Allà on una coma és massa poc i un punt massa molt, s’hi ha de posar un punt i
coma. Davant de “però” i d’ ” en conseqüència”, sempre poso punt i coma… I els
dos punts, que? Els dos punts es posen després de “ s’ha acordat” i de “ s’ha
decidit”. “
Els punts i comes i els dos punts
també s’esvaïren. I va arribar l’hora dels signes d’interrogació. Saltironaven
entre els núvols i començaren a ballar el can-can…
“Quina cosa, el signe d’interrogació!
Encara que n’hi hagués mil, a tots els trobaria al seu lloc. Es posen quan s’ha
de fer una pregunta, o per exemple, quan hom vol saber d’algun paper: “On ha
anat a parar la resta de les sumes de l’any tal?”; o també: “ No hi hauria la
possibilitat que la direcció de la policia trametés la present a Ivànov…?”
Els signes d’interrogació bellugaren
els seus garfis en senyal d’aprovació i de sobte, com si obeïssin una veu
comandament , s’allargaren en signes d’admiració…
“Mmmm!… Aquest signe de puntuació
s’utilitza sovint a les cartes.” Distingit senyor!”; o també “Excel·lència,
pare i benefactor!”… Però, i als documents, quan s’hi posa?”
Els signes d’admiració s’allargassaren
més i esperaren…
“ En els documents es posen quan …, és
a dir…, sí… Com funciona, això? Mmm! Espera, espera… Ai, una mica de memòria,
Déu meu…”
Perekladin va obrir els ulls i es va
girar cap a l’altra banda. Però no havia tingut temps d’aclucar-los que, sobre
la foscor, tornaren a presentar-se els signes d’admiració.
“Maleït sigui!… Quan s’hi han de
posar, doncs?- va pensar, i maldava per foragitar de la imaginació aquelles
hostes tan inoportuns-. Com pot ser que me n’hagi oblidat? O no me’n recordo… o
per ventura no n’he post mai, d’aquests…”
Perekladin va comença a fer memòria
del contingut de tots els papers que havia escrit durant els quaranta anys de
servei; però, per molt que hi pensava, per molt que arrufava el front, no va
trobar ni un signe d’admiració en el seu passat.
“ Aquesta sí que m’és bona! M’he
passat quaranta anys escrivint i mai no he posat ni un sol signe d’admiració…
Valga’m déu! Però… quan s’ha de posar aquesta ratlla endimoniada?”
Per darrera de la tirallonga de signes
d’admiració de foc va guaitar el musell del jove crític: reia maliciosament.
També els signes varen fer un somriure burleta i es varen fondre en un signe
d’admiració gegantí.
Perakladin va sacsejar el cap i va
obrir els ulls.
“Això no hi ha ningú que ho entengui…
-va pensar-. I demà m’he de llevar d’hora per anar a matines…, i aquest diable
no se’n vol anar del cap… Uix! Però, però… quan s’ha de posar? Vaja una traça,
la meva! Quina manera d’aprendre les coses! Quaranta anys, i ni un signe
d’admiració!”
Perakladin es va senyar i va tancar
els ulls, però els va tornar a obrir immediatament; sobre un fons obscur es
dreçava un gran signe…
“Uf! Ja vaig que no podré aclucar
l’ull en tota la nit.”
Marfuixa! Va cridar la seva dona, que
es vantava sovint d’haver fet estudis en un internat_. Digue’m, estimada, quan
es posa el signe d’admiració en un document?
-Que et penses que no ho sé? Vaig
estudiar set anys en un internat, jo. Encara em sé de tot cor tota la
gramàtica. Aquest signe es posa a les invocacions, a les exclamacions, a les
expressions d’entusiasme, d’indignació, d’alegria, de còlera… i d’altres
sentiments.
“Exacte…-va pensar Perakladin-.
Entusiasme, indignació, alegria, còlera i d’altres sentiments…”
El secretari col·legiat es va posar a
reflexionar… Feia quaranta anys que escrivia, havia escrit milers i milers de
papers, desenes de milers, però no recordava ni una ratlla que expressés
entusiasme, indignació o coses per l’estil…
I d’altres sentiments…-va pensar-.
Però, són necessaris, els sentiments, en els documents? Una persona sense
sentiments també en pot escriure…”
El musell del crític jove va tornar a
guaitar per darrera del signe de foc i va somriure maliciosament. Perakladin es
va incorporar i va seure. El cap li feia mal, tenia el front entresuat… A un
racó, un llantiol pampalluguejava. Els mobles nets feien un posat de festa,
tots respiraven la calidesa i la presència d’una mà de dona…, però l’homenic
tenia fred, estava malapler, com si hagués agafat el tifus…
“Ets una màquina d’escriure! Una
màquina!-xiuxiuejava l’espectre, i llançava una fredor seca sobre el
funcionari-. Ets de fusta, no tens sentiments!”
L’home es va tapar el cap amb la
manta, però també sota la manta va veure l’espectre; va encastar el rostre a
l’esquena de la seva dona, i a través de l’esquena també el veia… Tota la
nit va torturar el pobre Perekladin, i en fer-se de dia tampoc no el va deixar
tranquil. El veia pertot arreu: a les botes que es calçava, en el platet del
joc de te, a la condecoració de sant Estanislau…
“I d’altres sentiments…-pensava-. És
ben cert que no hi ha hagut cap sentiment… Ara aniré al despatx del superior a firmar…
Que potser això es fa per sentiment? O es fa per no res?… Sóc una màquina de
felicitat…”
Quan Perekladin va sortir al carrer i
va cridar un cotxe, va tenir la sensació que, en lloc d’el cotxer, se li
acostava un signe d’admiració.
Quan va arribar a l’avantcambra del
superior, en lloc del porter hi va veure el mateix signe… I tot allò li parlava
d’entusiasme, d’indignació, de ràbia… El mànec de la ploma, el plomí, també
semblava un signe d’admiració. Perekladin la va agafar, va sucar-la en el tinter
i va firmar:
“Secretari col·legiat Iefim
Pereklaadin!!!!”
I, quan va escriure aquests signes, es
va entusismar, es va indignar, es va posar content, i es va enfurismar.
-Apa, apa!- mormolava prement la
ploma.
El signe de foc es va sentir satisfet
i va desaparèixer.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada