Contes de Nadal

E l conte de Nadal de l'Auggie Wren de Paul Auster




Aquest conte de Nadal lexplica magistralment Harvey Keitel, interpretant Auggie Wren. Auggie s’adreçava a Paul Benjamin (William Hurt) en una seqüència antològica del film “Smoke”, de Paul Auster i Wayne Wang, rodat el 1995.






Smoke és una pel·lícula independent dirigida per Wayne Wang i Paul Auster:

Durant l'estiu de 1987, l'estanc d'Auggie Wren (Harvey Keitel) a Brooklyn és el centre de les curioses històries creuades que viuen els personatges que freqüenten l'establiment. Auggie té afició per la Fotografia, i cada dia a la mateixa hora exacta fa una foto d'allò que passa davant del seu estanc. Paul Benjamin (William Hurt), un dels seus clients habituals, és un escriptor que està travessant una crisi personal i, de retruc, creativa; un dia Rashid (Harold Perrineau) li salva la vida i entre ells dos neix una amistat. Llavors Paul ajudarà el jove a trobar el seu pare. Un dia apareix per l'estanc Ruby (Stockard Channing), una exparella d'Auggie que li comunica que la seva filla Felicity (Ashley Judd), drogoaddicta i embarassada, probablement també és filla d'ell. Com que veu que necessiten ajuda econòmica, Auggie farà el possible per aconseguir diners per a elles. A Paul li comuniquen una bona notícia: ha estat l'escollit per escriure el conte de Nadal d'aquell any per al diari, però no té idees i no se li acut res; Auggie li explica la història de com va aconseguir la càmera de fotos i li ensenya els seus àlbums, amb l'esperança d'inspirar-lo amb les anècdotes.



El conte de Nadal d´Auggie Wren de PAUL AUSTER
ARGUMENT
L’Auggie Wren treballa en un estanc al centre de Brooklyn, és un persona sentimental i divertida. Allà va l’escriptor Benjamin a comprar cigars holandesos i un dia s’assabenta de la passió de l’estanquer. Durant els últims anys s’ha dedicat, cada dia, a la mateixa hora, a fotografiar una cantonada del barri. Quatre mil fotografies iguals? Wren li ensenyarà a mirar. I li explica l’origen de la seva passió, d'un dinar de Nadal amb una desconeguda cega i del robatori d’una càmera fotogràfica. Benjamin queda tan fascinat que ho escriu tot com un conte. 

  Aquest començament és en castellà (no l'he trobat en català), a continuació ja en català hi ha el conte que explica Auggie Wren


Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
   Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
   Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
 Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
   Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
   —Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
 Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Au-ggie.
   Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
   —Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
   Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
   A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
   Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
   No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
   —¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.




“—Fou a l’estiu del setanta-dos –digué.—Un matí va entrar un xic a furtar coses de la botiga. Devia tenir dènou o vint anys, i pense que no he vist mai un pispa de botigues més patètic. Estava de peus a la vora de l’expositor de periòdics de la paret del fons, ficant-se llibres en les butxaques de l’impermeable. Hi havia molta gent junt al mostrador en aquell moment, així que al començament no el vaig veure. Però en adonar-me’n vaig començar a cridar. S’hi posà a córrer com una llebre, i quan vaig aconseguir eixir de darrere del mostrador, ell ja anava com una exhalació per l’avinguda Atlantic. El vaig perseguir mitja mançana, i finalment hi vaig renunciar. Se li havia caigut alguna cosa, i com que jo no tenia ganes de seguir corrent em vaig acatxar per veure què era. Va resultar que era la seua cartera. No hi havia  gens de diners, però sí el carnet de conduir i tres o quatre fotografies. Supose que podria haver cridat la poli perquè el detingueren. Tenia el nom i l’adreça al carnet, però em va fer pena. No era més que un pobre desgraciat, i en mirar les fotos que duia a la cartera, no vaig ser capaç d’enfadar-me amb ell. Robert Goodwin. Així es deia. Recorde que en una de les fotos estava de peus abraçant sa mare o la seua iaia. En altra estava amb nou o deu anys assegut, vestit amb un uniforme de beisbol i amb un gran somriure a la cara. No hi vaig tenir valor. Vaig pensar que deuria ser drogaaddicte. Un pobre xicot de Brooklyn sense molta sort, i, de més a més, què importaven un parell de llibres de butxaca?”

Així que em vaig quedar amb la cartera. De tant en tant sentia l’impuls de tornar-li-la, però l’ajornava una i altra vegada i no feia mai res al respecte. Després arriba Nadal i m’hi trobe sense res a fer. Generalment l’amo de la botiga m’invita a passar el dia a sa casa, però aquest any ell i la seua família eren a Florida visitant uns parents. Així que estic assegut al meu pis aquest matí compadint-me una miqueta de mi mateix, i llavors veig la cartera de Robert Goodwin sobre un prestatge de la cuina. Pense, dimonis, per què no fer alguna cosa bona d’una vegada, així que em pose l’abric i isc per tornar la cartera personalment”.

La direcció era a Boerum Hill, en les cases subvencionades. Aquell dia gelava, i recorde que em vaig perdre diverses vegades tractant de trobar l’edifici. Allí tot sembla igual, i recorres una i altra volta el mateix carrer pensant que estàs en altre lloc. Finalment trobe l’apartament que busque i toque al timbre. No passa res. Desduisc que no hi ha ningú, però ho intente altra vegada per assegurar-me. Hi espere una miqueta més i, tot just quan estic a punt d’anar-me’n, sent que algú ve cap a la porta arrossegant els peus. Una veu de vella pregunta qui és?, i jo conteste que estic buscant Robert Goodwin”.

“—Ets tu, Robert? —diu la vella, i després descorre uns quinze forrellats i obre la porta.

Deu tenir vuitanta anys, potser noranta, i el primer que note és que és cega.

Sabia que hi vindries, Robert —diu—. Sabia que no t’oblidaries de la teua iaia Ethel a Nadal.

I després obre els braços com si estigués al punt d’abraçar-me”.



Jo no tenia molt de temps per a pensar, comprens? Havia de dir res de pressa i corrents, i abans que pogués adonar-me què estava passant, sentí que les paraules eixien de la meua boca.
Clar que sí, iaia Ethel —vaig dir—. He tornat a veure’t el dia de Nadal”.

No em preguntes per què ho vaig fer. No tinc ni idea. Potser no volia decebre-la o alguna cosa així, no ho sé. Simplement va eixir així de sobte, aquella anciana m’abraçava davant la porta i jo l’abraçava a ella”.
No vaig arribar a dir-li que era el seu nét. No exactament, però ho semblava. Tanmateix, no estava intentant enganyar-la. Era com un joc que els dos havíem decidit jugar, sense haver de discutir les regles. Vull dir que aquella dona sabia que jo no era el seu nét Robert. Estava vella i esguerrada, però no tant com per a no notar la diferència entre un estrany i el seu propi nét. Tot i això la feia feliç fingir, i com que jo no tenia res millor a fer, em vaig alegrar de seguir-li el corrent”.
“…Així que entràrem a l’apartament i passàrem el dia junts. Allò era un autèntic femer, hi podria afegir, però quina altra cosa es pot esperar d’una cega que s’ocupa ella mateixa de la casa? Cada vegada que em preguntava com estava, jo mentia. Li vaig dir que havia trobat un bon treball a un estanc, que estava a punts de casar-me, li vaig contar cent contes xinesos, i ella va fer com que se’ls creia tots”.
“—Això és estupend, Robert— deia, assentint amb el cap i fent un somriure. Sempre vaig saber que les coses t’anirien bé”.
Al cap d’una estona, vaig sentir fam. No semblava que hagués molt menjar a la casa, així que vaig anar a una botiga del barri i hi hi vaig tornar amb un munt de coses. Un pollastre precuinat, sopa de verdures, un recipient d’ensalada de creïlles, pastís de xocolata, tota mena de viandes. Ethel tenia un parell de botelles de vi guardades al dormitori. Entre tots dos aconseguírem preparar un dinar de Nadal prou decent. Recorde que ens posàrem una miqueta alegres amb el vi, i en acabant de dinar vam anar a seure a la saleta, on les butaques eren més còmodes. Jo havia de pixar, així que em vaig disculpar i vaig anar al bany que hi havia al corredor. Fou llavors quan  les coses feren un altre tomb. Ja era prou desgavellat que fera el numeret d’esser el nét d’Ethel, però el que vaig fer tot seguit era una autèntica bogeria, i mai no m’ho he perdonat”.
Entre al bany, i amuntegades contra la paret a la vora de la dutxa, veig una pila de sis o set càmares. De trenta-cinc mil·límetres, completament noves, encara en les capses. Mercaderia de primera qualitat. Deduisc que això és obra del vertader Robert, un lloc on emmagatzemar botí. Jo no havia fet una foto en ma vida, i certament tampoc no hi havia furtat mai res, però quan veig eixes càmeres en el bany, decidisc que en vull una per a mi, així de senzill. I, sense aturarme a pensar-ho, em fique una de les caixes davall del braç i torne a la saleta”.
No vaig deure absentar-me més d’uns minuts, però en aquest temps l’àvia Ethel s’havia quedat dormida en la butaca. Massa vi, supose. Vaig entrar a la cuina per escurar els plats i ella seguí dormint malgrat el soroll, roncant com un nadó. No semblava lògic molestar-la, així que vaig decidir anar-me’n. Ni tan sols podia escriure-li una nota de comiat, com que era cega i tot açò, així que simplemente me’n vaig anar. Vaig deixar la cartera del seu nét a la taula, vaig agafar la càmera i vaig eixir de l’apartament. I aquest és el final de la història”.
“—Tornares alguna vegada?— li vaig preguntar.
Una sola —respongué. Uns tres o quatre mesos després. Em sentia tan mal per haver furtat la càmera que ni tan sols l’havia usat encara. Finalment vaig prendre la decisió de tornar-la, però l’àvia Ethel ja no estava allí. No sé que li havia passat, però a l’apartament vivia altra persona i no sabia dir-me on era ella.
Probablement havia mort.
Sí, probablement.
Cosa que vol dir que passà l’últim Nadal amb tu.
Supose que sí. Mai no se m’havia ocorregut pensar-ho.
Va ser una bona obra, Auggie. Feres una cosa molt bonica per ella.
Li vaig mentir i després li vaig robar. No veig com pots dir a açò una bona cosa.
La feres feliç. I a més la càmera era robada. No és com si la persona a qui li la llevares fos el vertader propietari”.


El regal de Reis O. Henry (1862-1910) ( Traducció d’Enric Iborra .)
Un dòlar i vuitanta-set centaus. Això era tot. I d’aquests centaus, seixanta eren monedes d'un cèntim. Cèntims estalviats un a un barallant-se amb el botiguer, amb la verdulera i amb el carnisser fins a posar-se roja davant l’acusació silenciosa d’avarícia que implicava un regateig tan obstinat. Della els va comptar tres vegades. Un dòlar i vuitanta-set centaus. I l’endemà era Nadal.
Evidentment, no hi havia res a fer llevat de deixar-se caure en el sofà petit i miserable i posar-se a plorar. I això és el que va fer Della. La qual cosa suggereix com a reflexió moral que la vida està feta de llàgrimes, sospirs i somriures, amb predomini dels sospirs.
Mentre la dona de la casa va passant a poc a poc de la primera etapa a la segona, fem una ullada a la casa, un d’aquests pisos moblats de vuit dòlars a la setmana. No era exactament un lloc miserable, però el departament municipal de mendicitat l’hauria descrit així.
A baix, al vestíbul de l’entrada, hi havia una bústia on ningú no deixaria cap carta, i un timbre elèctric que cap dit faria sonar. També, al costat d’aquell timbre hi havia una targeta amb el nom de «Sr. James Dillingham Young».
Els «Dillingham» havien arribat fins allí portats pel vent d’un anterior període de prosperitat, quan el cap de família guanyava trenta dòlars a la setmana. Ara, quan els ingressos havien baixat a vint dòlars, les lletres del «Dillingham» estaven pensant seriosament de contraure’s en una D modesta i sense pretensions. Però sempre que el senyor James Dillingham Young tornava a casa i obria la porta del pis, la senyora Della Dilllingham Young, que ja us ha estat presentada com a Della, l’acollia amb tot d’abraçades i besos mentre li deia «Jim». Tot això està molt bé.
Della va deixar de plorar i es va empolvorar les galtes. Es va quedar dreta al costat de la finestra i va contemplar melangiosament un gat gris que es passejava sobre una tanca grisa en un pati gris. Demà era Nadal i només tenia un dòlar i vuitanta-set centaus per  comprar un regal per a Jim. Havia passat mesos estalviant cada cèntim, i aquest n’era el resultat. Amb vint dòlars a la setmana no es pot fer gran cosa. Les despeses havien estat més elevades del que havia calculat. Sempre ho són. Només un dòlar i vuitanta-set centaus per  comprar un regal per a Jim. El seu Jim. Havia passat hores molt bones pensant en alguna cosa per a ell que fos bonica. Alguna cosa bella, de qualitat, especial, alguna cosa que mereixés l’honor de pertànyer a Jim.
Entre les finestres de l’habitació hi havia un espill de cos sencer. Potser alguna vegada heu vist un espill d’aquests en un pis de vuit dòlars. Una persona molt prima i àgil, observant la seua imatge reflectida en una ràpida seqüència de franges longitudinals, pot fer-se una idea molt precisa del seu aspecte. Della, com que era esvelta, havia arribat a dominar aquest art.
De sobte es va apartar de la finestra i es va plantar davant de l’espill. Els ulls li lluïen intensament, però abans de vint segons la seua cara va perdre el color. Amb un gest ràpid es va desfer els cabells i els va deixar caure tot al llarg de l’esquena.
Els Dillingham Young tenien dues coses de què tots dos se sentien molt orgullosos. L’una era el rellotge d’or de Jim, que havia estat del seu pare i del seu avi. L’altra eren els cabells de Della. Si la reina de Saba hagués viscut al seu mateix replà, més d’un dia Della s’hauria rentat els cabells i s’hauria abocat a la finestra per eixugar-se’ls amb la brisa, només per mostrar el poc valor que, comparades amb els seus cabells, tenien les joies i els regals de Sa Majestat. I si el rei Salomó hagués estat el conserge, amb tot de tresors apilats al soterrani, Jim s’hauria tret el rellotge de la butxaca cada vegada que passés davant d’ell només per veure com s’estirava la barba d’enveja.
Els cabells esplèndids de Della li van caure sobre els muscles, onejants i refulgents com una cascada d’aigües fosques. Li arribaven fins als genolls i l’embolcallaven com una túnica. Tot seguit, amb un gest nerviós i ràpid, se’ls va tornar a recollir. Va vacil·lar un moment i es va estar dreta mentre una llàgrima o dues s’esclafaven sobre la gastada catifa roja.
Es va posar la jaqueta vella i fosca; es va posar el vell barret també fosc. I amb una revolada de faldilles i amb aquella lluïssor encara als ulls, va obrir nerviosament la porta i va baixar les escales que donaven al carrer.
On es va deturar hi havia un cartell que deia: «Madame Sofronie. Cabells de tota mena.» Della va pujar les escales a corre-cuita i quan va arribar al pis que buscava es va quedar immòbil, panteixant. La Madame, ampla, massa blanca, glacial, tenia un aspecte que no es corresponia amb el nom de «Sofronie».
—Em compraria els cabells? —va preguntar Della.
-Compre cabells —va dir la Madame—. Lleve’s el barret i els farem una ullada.
Della es va desfer els cabells, que van caure com una cascada de color castany.
—Vint dòlars —va dir la Madame, sostenint la massa de cabells amb mà experta.
—Done-me’ls de seguida —va dir Della.
Oh, les dues hores següents van transcórrer volant en ales rosades. Disculpeu la metàfora, tan vulgar. Della va anar de botiga en botiga, cercant un regal per a Jim.
Al final el va trobar. De segur que havia estat fet per a Jim i per a ningú més. No n’hi havia cap com aquell en cap de les botigues, i les havia regirades totes, una per una. Era una cadena de rellotge, de platí, de disseny senzill i sobri, que proclamava el seu valor pel que era i no per cap ornamentació de mal gust, com tot allò que és bo de veres. Era digna del rellotge de Jim. Així que la va veure va saber que havia de ser per a ell. Era com ell: discreta i valuosa. La descripció podia aplicar-se a tots dos. Li’n van cobrar vint-i-un dòlars i se’n va tornar a casa amb els vuitanta-set centaus. Amb aquella cadena al rellotge, Jim podria mirar l’hora a cada moment, fos amb qui fos. Perquè, encara que el rellotge era molt bo, de vegades Jim es mirava l’hora d’amagat a causa del cordó vell de cuiro que feia servir en comptes d’una cadena.
Quan Della va arribar a casa, l’excitació va deixar pas a una certa prudència i moderació. Va treure les tenalletes d’arrissar els cabells, va encendre el gas i es va posar a reparar els desperfectes que la generositat i l’amor havien causat. Cosa que sempre representa, benvolguts amics, una feinada enorme, una feinada titànica.
Al cap d’uns quaranta minuts tenia el cap cobert de rulls minúsculs i atapeïts. Semblava un xiquet que ha fet fugina d’escola. Es va mirar a l’espill, amb deteniment i ull crític.
—Si Jim no em mata —es va dir—, abans de mirar-me per segona vegada, dirà que semble una corista de Coney Island. Però, què podia fer sinó? Què podia fer amb un dòlar i vuitanta-set centaus?
A les set el cafè estava a punt, i la paella, col·locada sobre l’estufa calenta, estava preparada per fregir-hi les costelles.
Jim no arribava mai tard. Della va estrènyer la cadena en la mà tancada i es va asseure en un cantó de la taula, prop de la porta per on ell entrava sempre. Aleshores va sentir els seus passos al capdavall de l’escala, en el primer replanell, i va empal·lidir per un moment. Tenia el costum de resar en silenci per qualsevol cosa i en aquell moment va murmurar: «Déu meu, fes que em trobe encara bonica.»
La porta es va obrir. Jim va entrar i la va tancar darrere seu. Se’l veia prim i molt seriós. Pobre xicot, només tenia vint-i-dos anys i ja havia de carregar amb una família. Necessitava un abric nou i anava sense guants.
Quan va ser dins, Jim es va quedar immòbil com un gos quan olora el rastre d’una guatla.Tenia els ulls fits en Della, i hi havia en ells una expressió que ella no aconseguia entendre, i que li va fer por. No era ira, ni tampoc sorpresa, ni desaprovació, ni horror, ni cap dels sentiments per als quals s’havia preparat. Es limitava a mirar-la de fit a fit amb una expressió estranya.
Della es va alçar i se li va apropar.
—Jim, estimat —va exclamar—, no em mires així. M’he tallat els cabells i els he venut perquè no hauria suportat que passés aquest Nadal sense fer-te un regal. Ja em tornaran a créixer… et té igual, veritat? No he tingut més remei. A mi els cabells em creixen molt de pressa. Digues «Bon Nadal!», Jim, i siguem feliços! No pots imaginar-te quin regal més bonic, quina cosa més bona i més bonica t’he comprat.
—Que t’has tallat els cabells? —va preguntar Jim amb esforç, com si no entengués encara el que passava, tot i l’enorme esforç mental que acabava de fer.
—Me’ls he tallat i els he venut —va dir Della—. Però veritat que t’agrade igual? Veritat que continue sent la mateixa sense els cabells?
Jim va mirar per l’habitació amb curiositat.
—Dius que ja no tens els cabells?—va dir, amb una cara mig idiota.
—No cal que els busques —va dir Della—. Els he venut, ja t’ho he dit, els he venut, això és tot. És la Nit de Nadal, estimat. Porta’t bé amb mi, que ho he fet per tu. Encara que algú pogués comptar els meus cabells un a un —va continuar amb una dolçor sobtada i tendra—, ningú no podria comptar mai el meu amor per tu. Pose les costelles al foc , Jim?
Passada la primera sorpresa, Jim va semblar despertar ràpidament. Va abraçar la seua Della. Mirem discretament durant deu segons en una altra direcció, cap a algun objecte indiferent. Vuit dòlars a la setmana o un milió a l’any… quina diferència hi ha? Un matemàtic o una persona intel·ligent us donaran una resposta equivocada. Els Reis d’Orient portaven regals molt valuosos, però aquest no el tenien. Aquesta afirmació obscura ja s’aclarirà més endavant.
Jim es va treure un paquet de la butxaca de l’abric i el va deixar sobre la taula.
—No penses malament de mi, Dell —va dir. Cap tall, ni cap afaitada o rentada de cabells poden fer que la meua xica m’agrade menys. Però si desemboliques aquest paquet veuràs perquè al principi m’he quedat sense dir res.
Uns dits blancs i destres van deslligar el cordill i van retirar el paper. I aleshores es va sentir un crit d’alegria i desmai; i després, ai!, un canvi ràpid i femení a llàgrimes i laments histèrics, per als quals va caldre recórrer als poders consoladors de l’home de la casa.
Perquè allà, damunt de la taula, hi havia les pintes: el joc de pintes —les dels costats i la de darrere— que durant molt de temps Della havia contemplat amb un sentiment d’adoració en un aparador de Broadway. Eren unes pintes molt boniques, de carei autèntic, amb les vores adornades de brillants, justament del color que millor li anava als seus bells cabells desapareguts. Eren unes pintes cares, ella ho sabia, i el seu cor havia sospirat per elles, encara que sense la més petita esperança d’aconseguir-les mai. I ara eren seues, però les trenes que havien de dur aquells adorns tan anhelats havien desaparegut.
Della les va estrènyer contra el pit i, finalment, va ser capaç d’alçar els ulls, amb una mirada humida, i va dir somrient:
—El cabell em creix molt de pressa, Jim!
I aleshores Della va fer un bot com un gat escaldat i va cridar:
—Oh, oh!
Jim no havia vist encara el seu magnífic regal. Della li’l va mostrar ansiosament sobre la palma de la mà oberta. El metall preciós i mat semblava lluir com si fos un reflex del seu esperit radiant i apassionat.
—No et sembla meravellosa, Jim? He recorregut la ciutat de punta a punta per trobar-la. Ara hauràs de mirar l’hora cent vegades cada dia. Dóna’m el rellotge. Vull veure com li para.
En lloc d’obeir, Jim es va estirar en el sofà, es va posar les mans al bescoll i va somriure.
—Dell —va dir—, deixem ara els nostres regals de Nadal. Són massa bonics per a fer-los servir en aquest moment. He venut el rellotge per comprar-te les pintes. I ara, què et sembla si poses les costelles al foc?

Els Reis d’Orient, com ja sabeu, eren uns savis —uns homes meravellosament savis— que van portar regals al Nen en el pessebre. Ells van inventar l’art de fer regals per Nadal. Com que eren savis, els seus regals sens dubte també ho eren, i potser fins i tot es podien canviar en cas de tenir-los repetits. Us he explicat aquí, com he pogut, la història sense importància de dos joves sense trellat, que vivien en un pis i que, de la manera més absurda, van sacrificar, l’un per l’altre, els dos millors tresors que tenien. Per acabar, diguem als savis d’avui dia que, de tots els qui fan regals, aquests dos eren els més savis. De tots els qui fan i reben regals, els més savis són els éssers com Jim i Della. A tot arreu són els més savis. Ells són els Reis d’Orient.



EL SIGNE D’ADMIRACIÓ          d’ A. TXÉKHOV (1860-1904)

Era la nit de Nadal i Iefim Fómitx Perekladin, secretari col·legiat, es va allitar tot amoïnat, fins i tot ofès.
Deixa’m tranquil, no em molestis!-va remugar, irat contra la seva muller, que li havia preguntat per què feia aquella cara tan sorruda.
El cas és que venia de fer una visita on havien dit moltes coses desagradables i ofensives, segons ell. Al començament, hom hi havia parlat dels beneficis de l’ensenyament en general, però llavors, insensiblement, s’havia entrat en el tema del nivell d’instrucció de la confraria dels funcionaris, i en aquest sentit hi havia hagut moltes lamentacions, molts retrets, i àdhuc burles, a causa del seu baix nivell d’educació. Aleshores, com sol passar quan s’apleguen una colla de russos, de les generalitats hom va passar a les persones en particular.
Per exemple, vós mateix, Iefim Fómitx- va dir un jove a Perekladin- Vós ocupeu un càrrec prou important …, i quina educació heu tingut?
Cap. A nosaltres només se’ns exigeix que sapiguem escriure correctament, i això és tot… -Va contestar suaument Perekladin.
-I on heu après a escriure correctament?
-Això és una qüestió d’hàbit… En quaranta anys de servei se n’arriba a aprendre prou bé… Si, és clar, al començament em resultava difícil, feia faltes…, però m’hi vaig anar acostumant…, i ara me’n surto prou bé…
-I els signes de puntuació?
-També els sé manejar prou bé…, els poso allà on cal.
-Mmmm…-el jove rumiava, confós-. Però el costum és una tota altra cosa que la instrucció. No n’hi ha prou! Cal posar-los a consciència! Quan poseu una coma cal saber per què la poseu…Aquesta ortografia vostra, aquesta ortografia inconscient, mecànica, no té cap valor… És un producte maquinal i prou.
Perekladin no havia dit res, només havia somrigut modestament (aquell jove era fill d’un conseller d’Estat i tenia dret a un grau de desena classe), però quan va ser dins el llit es va abandonar a la indignació i a la ràbia.
“He servit durant quaranta anys -pensava- i encara ningú no m’havia gosat dir que sóc un beneit, i ara mireu quins crítics que pugen! Inconscient…mecànica…, producte maquinal…Oh, al diable! Segur que en sé més que no pas tu, encara que no hagi estat a les teves universitats!”
Després d’haver vessat mentalment sobre el crític tots quants insults coneixia, quan ja va estar calentó sota la manta, Perekladin va començar a tranquil·litzar-se.
“ Sí, és clar…, ja ho entenc… -pensava mig endormiscat- . No posaré pas dos punts on cal posar una coma, i això vol dir, doncs, que sé el que faig, que comprenc les coses. Sí…, així és, -barbamec…- Primer s’ha de viure una mica, fer una mica de servei, i llavors ja podràs judicar els més vells…”
Davant els ulls clucs de Perekladin, ja abaltit, va passar com un meteor, enmig de nuvolades fosques i somrients, una coma de foc. I a darrera una altra, i una altra, i ben aviat tota la tenebra sense límits que tenia davant la imaginació es va omplir de multitud de comes volants…
Per exemple, aquestes comes.. .-pensava Perekladin mentre tots els seus membres s’abaltien suaument en la son que avançava- Jo les comprenc perfectament… Puc trobar, si vull, un lloc per a cada una…, i… i això a plena consciència, no perquè sí… Examina’m i ho veuràs… Les comes es posen a llocs diferents…, en uns llocs hi fan falta, en d’altres llocs no… I com més embullat surt un escrit, més comes hi calen. Es posen davant “ el qual” i davant “que”. Si a l’escrit s’hi enumeren els funcionaris, cal separar-los amb una coma…Prou que ho sé!”
Les comes daurades s’aplegaren en un remolí i s’esvaïren per un cantó, volant. Llavors vingueren, també volant, punts de foc.
“Els punts es posen al final de l’escrit… I quan s’ha de fer una pausa llarga i mirar els qui escolten, també s’ha de posar un punt. Després de tots els paràgrafs llargs també s’ha de posar un punt, a fi que el secretari, quan ho llegeixi, no es quedi sense alè. Els punt no s’han de posar a cap més banda…”
Llavors tornen a venir comes volant… Es mesclen amb els punts, giravolten i Perekladin veu una patuleia de punts i comes i dos punts…
“També els conec, aquests…-pensa-. Allà on una coma és massa poc i un punt massa molt, s’hi ha de posar un punt i coma. Davant de “però” i d’ ” en conseqüència”, sempre poso punt i coma… I els dos punts, que? Els dos punts es posen després de “ s’ha acordat” i de “ s’ha decidit”. “
Els punts i comes i els dos punts també s’esvaïren. I va arribar l’hora dels signes d’interrogació. Saltironaven entre els núvols i començaren a ballar el can-can…
“Quina cosa, el signe d’interrogació! Encara que n’hi hagués mil, a tots els trobaria al seu lloc. Es posen quan s’ha de fer una pregunta, o per exemple, quan hom vol saber d’algun paper: “On ha anat a parar la resta de les sumes de l’any tal?”; o també: “ No hi hauria la possibilitat que la direcció de la policia trametés la present a Ivànov…?”
Els signes d’interrogació bellugaren els seus garfis en senyal d’aprovació i de sobte, com si obeïssin una veu comandament , s’allargaren en signes d’admiració…
“Mmmm!… Aquest signe de puntuació s’utilitza sovint a les cartes.” Distingit senyor!”; o també “Excel·lència, pare i benefactor!”… Però, i als documents, quan s’hi posa?”
Els signes d’admiració s’allargassaren més i esperaren…
“ En els documents es posen quan …, és a dir…, sí… Com funciona, això? Mmm! Espera, espera… Ai, una mica de memòria, Déu meu…”
Perekladin va obrir els ulls i es va girar cap a l’altra banda. Però no havia tingut temps d’aclucar-los que, sobre la foscor, tornaren a presentar-se els signes d’admiració.
“Maleït sigui!… Quan s’hi han de posar, doncs?- va pensar, i maldava per foragitar de la imaginació aquelles hostes tan inoportuns-. Com pot ser que me n’hagi oblidat? O no me’n recordo… o per ventura no n’he post mai, d’aquests…”
Perekladin va comença a fer memòria del contingut de tots els papers que havia escrit durant els quaranta anys de servei; però, per molt que hi pensava, per molt que arrufava el front, no va trobar ni un signe d’admiració en el seu passat.
“ Aquesta sí que m’és bona! M’he passat quaranta anys escrivint i mai no he posat ni un sol signe d’admiració… Valga’m déu! Però…  quan s’ha de posar aquesta ratlla endimoniada?”
Per darrera de la tirallonga de signes d’admiració de foc va guaitar el musell del jove crític: reia maliciosament. També els signes varen fer un somriure burleta i es varen fondre en un signe d’admiració gegantí.
Perakladin va sacsejar el cap i va obrir els ulls.
“Això no hi ha ningú que ho entengui… -va pensar-. I demà m’he de llevar d’hora per anar a matines…, i aquest diable no se’n vol anar del cap… Uix! Però, però… quan s’ha de posar? Vaja una traça, la meva! Quina manera d’aprendre les coses! Quaranta anys, i ni un signe d’admiració!”
Perakladin es va senyar i va tancar els ulls, però els va tornar a obrir immediatament; sobre un fons obscur es dreçava un gran signe…
“Uf! Ja vaig que no podré aclucar l’ull en tota la nit.”
Marfuixa! Va cridar la seva dona, que es vantava sovint d’haver fet estudis en un internat_. Digue’m, estimada, quan es posa el signe d’admiració en un document?
-Que et penses que no ho sé? Vaig estudiar set anys en un internat, jo. Encara em sé de tot cor tota la gramàtica. Aquest signe es posa a les invocacions, a les exclamacions, a les expressions d’entusiasme, d’indignació, d’alegria, de còlera… i d’altres sentiments.
“Exacte…-va pensar Perakladin-. Entusiasme, indignació, alegria, còlera i d’altres sentiments…”
El secretari col·legiat es va posar a reflexionar… Feia quaranta anys que escrivia, havia escrit milers i milers de papers, desenes de milers, però no recordava ni una ratlla que expressés entusiasme, indignació o coses per l’estil…
I d’altres sentiments…-va pensar-. Però, són necessaris, els sentiments, en els documents? Una persona sense sentiments també en pot escriure…”
El musell del crític jove va tornar a guaitar per darrera del signe de foc i va somriure maliciosament. Perakladin es va incorporar i va seure. El cap li feia mal, tenia el front entresuat… A un racó, un llantiol pampalluguejava. Els mobles nets feien un posat de festa, tots respiraven la calidesa i la presència d’una mà de dona…, però l’homenic tenia fred, estava malapler, com si hagués agafat el tifus…
“Ets una màquina d’escriure! Una màquina!-xiuxiuejava l’espectre, i llançava una fredor seca sobre el funcionari-. Ets de fusta, no tens sentiments!”
L’home es va tapar el cap amb la manta, però també sota la manta va veure l’espectre; va encastar el rostre a l’esquena de la seva dona, i a través de l’esquena  també el veia… Tota la nit va torturar el pobre Perekladin, i en fer-se de dia tampoc no el va deixar tranquil. El veia pertot arreu: a les botes que es calçava, en el platet del joc de te, a la condecoració de sant Estanislau…
“I d’altres sentiments…-pensava-. És ben cert que no hi ha hagut cap sentiment… Ara aniré al despatx del superior a firmar… Que potser això es fa per sentiment? O es fa per no res?… Sóc una màquina de felicitat…”
Quan Perekladin va sortir al carrer i va cridar un cotxe, va tenir la sensació que, en lloc d’el cotxer, se li acostava un signe d’admiració.
Quan va arribar a l’avantcambra del superior, en lloc del porter hi va veure el mateix signe… I tot allò li parlava d’entusiasme, d’indignació, de ràbia… El mànec de la ploma, el plomí, també semblava un signe d’admiració. Perekladin la va agafar, va sucar-la en el tinter i va firmar:
“Secretari col·legiat Iefim Pereklaadin!!!!”
I, quan va escriure aquests signes, es va entusismar, es va indignar, es va posar content, i es va enfurismar.
-Apa, apa!- mormolava prement la ploma.
El signe de foc es va sentir satisfet i va desaparèixer.

Comentaris