EL HIJO Guy de Maupassant Tourville-sur-Arques, 5 d'agost de 1850–París, 6 de juliol de 1893
Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos
días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Y repetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugnante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La baronesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentidos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la 'encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: "Sí..., sí..., sí..."; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
"¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta."
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Y repetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugnante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La baronesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentidos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la 'encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: "Sí..., sí..., sí..."; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
"¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta."
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.
FIN
EL SEÑOR DURANT Dorothy Parker. Nova Jersey, 22 d'agost de 1893–Nova York, 1967 American
Mercury, septiembre de 1924
Hacía diez días que el señor Durant no experimentaba
tanta tranquilidad. Se abandonó y se dejó envolver por ella, con una sensación
cálida y suave, como si fuera una capa nueva y cara. Dios, por el cual el señor
Durant sentía un afecto cordial, estaba en el cielo, y todo iba bien de nuevo
en el mundo del señor Durant.
Resultaba curioso el modo en que la paz recuperada hacía
más intenso el placer que le proporcionaban las cosas pequeñas. Miró hacia
atrás, en dirección a la fábrica de caucho que acababa de dejar tras el día de
trabajo, y asintió con gesto de aprobación ante la sólida mole rojiza, ante los
seis pisos que se alzaban imponentemente en la oscuridad. Había que ir muy
lejos para encontrar una empresa más pujante y, junto con la sensación de
formar parte de aquello, sintió un orgullo de propietario.
Lanzó una mirada afable hacia la calle Center y observó
el tranquilo brillo de las farolas. Incluso el asfalto estropeado, salpicado de
charcos profundos, aumentaba su placer reflejando el suave resplandor. Y, para
que su satisfacción fuera completa, el tranvía que estaba esperando apareció
puntualmente por el otro extremo de la vía. Pensó, con una especie de ternura
jovial, en el lugar donde lo conduciría: a su cena —esa noche tocaba sopa de
pescado—, a sus hijos y a su esposa, en ese mismo orden de importancia. Después
volvió su atención benevolente hacia la muchacha que estaba a su lado,
esperando sin duda el tranvía de la calle Center. Advirtió con satisfacción que
despertaba en él un vivo interés y le pareció que decía mucho en su favor que
pudiera fijarse de nuevo en esas cosas. Se sentía veinte años más joven.
La muchacha tenía un aspecto lastimoso; iba vestida con
un abrigo basto, raído aquí y allá, pero había algo en el modo en que llevaba
encasquetado sobre los ojos un turbante barato, pero gracioso, y en la forma en
que su figura delgada y joven se movía bajo el ancho abrigo. El señor Durant
sacó la lengua y la deslizó delicadamente sobre el frío y liso labio superior.
El tranvía se acercó y frenó ante ellos con un sonido
metálico. El señor Durant se apartó con galantería para dejar pasar a la
muchacha. No la auxilió para subir, pero la solicitud con que vigiló el proceso
produjo la impresión de que la había ayudado.
Al subir el escalón, la estrecha falda de la muchacha se
arremangó sobre sus delgadas y bonitas piernas. Tenía una carrera en una de las
delicadas medias de seda. Sin duda, no se había dado cuenta, pues estaba
situada junto a la costura y llegaba hasta la mitad de la pantorrilla,
probablemente desde la liga. El señor Durant se vio asaltado por el insólito
deseo de pasar la uña por el final de la carrera y hacerla avanzar hasta que la
fina línea de puntos sueltos llegara al extremo del zapato plano. Ese capricho
hizo que jugueteara en sus labios una sonrisa indulgente que, cuando entró en
el tranvía y pagó el billete, se ensanchó en una sonrisa de afable saludo
dedicada al cobrador.
La muchacha se sentó en la zona delantera; el señor
Durant encontró un asiento adecuado en la parte de atrás y estiró el cuello
para verla. Sólo pudo vislumbrar un pliegue del turbante y un trozo de mejilla
profusamente maquillada con colorete, pero para ello debía mantener la cabeza
en una posición forzada que le hacía daño. Así que se consoló con la idea de
que había otras, lo dejó correr y se acomodó en el asiento. Tenía por delante
un trayecto de unos veinte minutos. Dejó caer suavemente la cabeza hacia atrás,
bajó los párpados y se entregó a sus pensamientos. Ahora que el asunto había
acabado de modo favorable, podía pensar en él con tranquilidad; casi le hacía
gracia. Durante la semana pasada e, incluso, parte de la anterior, había
intentado con todas sus fuerzas quitárselo de la cabeza. Le había provocado
insomnio y, aunque ahora lo protegía esa nueva actitud divertida, el señor
Durant sintió que la indignación lo invadía al recordar esas noches de
inquietud.
Había conocido a Rose hacía unos tres meses, cuando se la
enviaron a la oficina para que le tomara al dictado unas cartas. El señor
Durant era ayudante del director del departamento de crédito de la compañía de
caucho; su mujer solía referirse a él como si fuera uno de los directores de la
compañía y, aunque muchas veces lo hacía en su presencia, dirigiéndose a otras
personas, él nunca se había molestado en entrar en detalles sobre su posición.
Tenía derecho a despacho, escritorio y teléfono para él solo, pero no a
taquígrafa. Cuando quería dictar algo o que le escribieran a máquina alguna
carta, telefoneaba a otros despachos hasta que encontraba a una muchacha que no
estuviera ocupada en su trabajo. Así fue como Rose llegó hasta él.
No era una chica bonita. Sin duda, no lo era. Pero tenía
una fragilidad dulce y una timidez casi desesperada que el señor Durant al
principio encontró atractivas, pero que ahora le irritaban. Tenía veinte años y
poseía el encanto de la juventud. Cuando se inclinaba sobre el trabajo,
mostrando la blancura de la espalda bajo la blusa de mala calidad, con el
cabello limpio rizado sobre el delgado cuello, las piernas rectas, infantiles,
cruzadas para sostener el cuaderno sobre las rodillas, tenía un atractivo
innegable.
Pero no era bonita. Tenía el cabello inmanejable, las
pestañas y los labios demasiado pálidos y carecía del estilo suficiente para
saber escoger y llevar aquella ropa barata. El señor Durant, al recordarlo
todo, se sorprendió de que hubiera llegado a sentirse atraído por ella. Pero se
trataba de una sorpresa tolerante, no impaciente; en el fondo, se había
comportado como un chiquillo.
No le sorprendió ni por un momento que Rose hubiera
respondido con tanta rapidez a los avances de un inconmovible hombre casado de
cuarenta y nueve años. De todos modos, nunca se veía a sí mismo como tal. Solía
decirle a Rose, en broma, que era lo bastante viejo para ser su padre, pero, en
realidad, ninguno de los dos lo creía. Consideraba que el cariño de Rose era lo
más natural del mundo; Rose procedía de una ciudad pequeña, no era el tipo de
muchacha que había tenido admiradores y, naturalmente, quedó deslumbrada por
las atenciones de un hombre que, como el señor Durant dijo, se hallaba en la
flor de la vida. Al principio, le encantó la idea de que no hubiera habido
otros hombres en su vida, aunque más adelante, en lugar de sentirse halagado
por ser el primero y único, empezó a pensar que Rose había utilizado un método
desleal para colocarlo en una situación comprometida.
Todo había sucedido con una facilidad sorprendente, tal
como el señor Durant previó cuando la vio por primera vez, si bien eso no
redujo su interés. Los obstáculos, en lugar de estimularlo, lo desanimaban. Lo
fundamental era evitar las complicaciones.
Rose no era una muchacha coqueta. Tenía esa curiosa
franqueza que poseen algunas personas muy tímidas. Naturalmente, tuvo sus
escrúpulos, pero el señor Durant supo convencerla. No era un maestro en esa
técnica; había tenido algunas experiencias, probablemente un tercio de las que
acostumbraba atribuirse, pero ninguna le había enseñado los delicados matices
del galanteo. Pero Rose se contentaba con muy poco.
Nunca le pidió gran cosa. Nunca pretendió causarle
problemas con su mujer ni le imploró que dejara a su familia y se fuera con
ella. El señor Durant se lo agradecía. Le ahorraba muchas molestias.
Resultaba sorprendente la libertad que tenían y las pocas
mentiras que fueron necesarias. Se quedaban en la oficina al acabar el trabajo:
el señor Durant encontraba muchas cartas que dictar. Nadie tuvo nada que
objetar: Rose estaba ocupada casi todo el día y el señor Durant era muy
considerado al no darle trabajo durante el tiempo que dedicaba a su jefe
habitual; por otra parte, era muy natural que deseara una taquígrafa tan buena
como ella para su correspondencia.
El único pariente de Rose, una hermana casada, vivía en
otra ciudad. La muchacha compartía habitación con una amiga llamada Ruby,
también empleada en la fábrica de caucho, y Ruby, que estaba ocupada con sus
propios asuntos, nunca parecía sorprenderse de que Rose llegara tarde a cenar o
se saltara la cena. El señor Durant explicó de inmediato a su esposa que tenía
mucho trabajo, lo que no hizo más que aumentar su importancia ante los ojos de
esta, la cual se lanzó a prepararle sus platos favoritos y calentárselos
solícita a su regreso. A veces, mientras la clandestinidad hacía que se
sintieran importantes, Rose y él apagaban la luz del pequeño despacho y
cerraban la puerta, para que los demás empleados creyeran que se habían ido a
casa. Pero nadie intentó nunca entrar.
Resultó todo tan sencillo que el señor Durant nunca lo
consideró fuera de lo normal. El interés que sentía por Rose no hizo que dejara
de apreciar las piernas bonitas o las miradas provocativas. Era la aventura más
tranquila y cómoda que se pudiera imaginar. Incluso tenía una cierta vertiente
conyugal.
Hasta que todo tuvo que estropearse. ¿Qué te parece?, se
dijo el señor Durant con profunda amargura.
Diez días atrás, Rose había entrado llorando en su
despacho. De puro milagro, había tenido la prudencia de esperar a que acabara
el horario de trabajo, pero habría podido entrar cualquiera y verla
lloriqueando; el señor Durant atribuyó el que nadie lo hiciera a la perfecta
gestión de su Dios personal. Al señor Durant le pareció que las lágrimas de
Rose llenaban toda la oficina. El color había abandonado sus mejillas para
concentrarse en la nariz, al tiempo que las pálidas pestañas estaban ribeteadas
de un rosa intenso. Incluso el cabello parecía alterado; se había desprendido
de las horquillas y le colgaban mechones desmayados junto al cuello. El señor
Durant no soportaba verla, y no se sentía con fuerzas para tocar a la muchacha.
Gastó todas sus energías en apremiarla para que, por el
amor de Dios, se calmara; no le preguntó qué le pasaba, pero ella lo dijo entre
sollozos y sonidos desagradables. Tenía «un problema». Ni ese día ni los
siguientes utilizaron una frase menos delicada para describir la situación.
Incluso con el pensamiento, se referían a ello de ese modo.
Hacía cierto tiempo que lo sospechaba, dijo ella, pero no
había querido molestarlo hasta estar completamente segura. ¡No quería
molestarme!, pensó el señor Durant.
Naturalmente, estaba furioso. La inocencia era algo deseable,
delicado, conmovedor, pero en su justa medida; si se llevaba demasiado lejos,
resultaba ridícula. El señor Durant habría deseado no haber conocido nunca a
Rose, y se lo dijo claramente.
Pero eso no solucionaba nada. El señor Durant se
vanagloriaba ante sus amigos de «conocer la vida». Tal como decía la gente de
mundo, las situaciones como aquella podían «arreglarse». Por lo que sabía, las
mujeres de la alta sociedad de Nueva York lo consideraban un mero trámite.
Aquel caso concreto también podía arreglarse. Le dijo a Rose que volviera a
casa, que no se preocupara, que él se encargaría de que todo fuera bien. Lo
principal era apartarla de su vista, no ver más aquella nariz ni aquellos ojos.
Pero entre «conocer la vida» y poner en práctica esos
conocimientos había una gran diferencia; el señor Durant no sabía a quién
acudir. Se imaginaba preguntando a sus amigos si podían decirle «a quién podía
acudir una chica, de la que había oído hablar, que tenía problemas». Podía
oírse pronunciar aquellas palabras, la risa nerviosa que las acompañaría, el
terrible tono neutro. No podía contárselo a nadie; vivía en una ciudad en
expansión, pero era todavía lo bastante pequeña para que los chismes viajaran a
la velocidad del rayo. Naturalmente, no temía que su esposa creyera esos
chismorreos en caso de que llegaran a sus oídos, pero ¿qué necesidad había de
inquietarla?
A medida que pasaban los días, el señor Durant iba
poniéndose pálido y nervioso. Su esposa se preocupaba muchísimo por sus
irritadas negativas a repetir de cada plato. Cada día le daba más rabia verse
obligado a actuar contra las leyes de su país y, probablemente, contra las
leyes de todos los países del mundo. Desde luego, contra las de cualquier país
decente y cristiano.
Al final, Ruby los sacó del apuro. Cuando Rose le confesó
al señor Durant que no había podido soportarlo y que se lo había contado a
Ruby, a este le dio un ataque de rabia. Ruby era secretaria del vicepresidente
de la compañía de caucho; si se le ocurría contarlo, lo pondría en un buen aprieto.
Pasó la noche en blanco, tendido junto a su esposa. Temblaba ante la idea de
cruzarse con Ruby por el pasillo.
Pero, gracias a Ruby, cuando se encontraron todo fue muy
sencillo. No hubo miradas de reproche ni fríos gestos de rechazo. Ruby le
dirigió su habitual «buenos días» con una sonrisa y añadió una miradita
maliciosa, de complicidad, con un leve rastro de admiración. Entre ellos se
estableció una sensación de intimidad, de compartir un secreto. ¡Una chica
estupenda, esa Ruby!
Ruby lo organizó todo sin escándalo. El señor Durant no
se vio envuelto directamente en todo aquello; sólo se lo oyó contar a Rose, en
las escasas ocasiones que tuvo que verla. Ruby sabía, por algunos amigos suyos,
de «una mujer» que pedía veinticinco dólares. El señor Durant insistió
galantemente en darle el dinero y, aunque Rose empezó negándose, el señor
Durant acabó imponiéndose. ¡Y eso que esos veinticinco le habrían ido muy bien
en aquel momento, con los dientes de Junior y todo lo demás!
En fin, ya había pasado todo. La inestimable Ruby fue con
Rose a ver a «la mujer» y esa misma tarde la llevó a la estación y le metió en
un tren en dirección a casa de su hermana. Incluso tuvo la precaución de
telefonear previamente a la hermana y decirle que Rose había tenido una gripe y
tenía que descansar.
El señor Durant intentó convencer a Rose de que lo tomara
como unas vacaciones. Además, le prometió recomendarla cuando quisiera volver a
su puesto de trabajo. Pero, al pensarlo, la nariz de Rose volvió a ponerse
colorada, soltó unos cuantos de aquellos sollozos irritantes, levantó la cabeza
del pañuelo empapado y declaró, con una firmeza que le era totalmente ajena,
que no quería volver a ver la compañía de caucho, a Ruby ni al señor Durant. Él
se echó a reír con aire indulgente e hizo el esfuerzo de darle una palmadita en
la delgada espalda. Sentía tal sensación de alivio por el modo en que todo se
había solucionado que podía permitirse ser generoso con esa muchacha
quejumbrosa.
Soltó una risita inaudible al rememorar esa escena.
Supongo que creía que lo iba a sentir cuando dijo que nunca volvería; creía que
me pondría de rodillas para suplicarle, se dijo.
La sensación de que todo había acabado era agradable. El
señor Durant había oído en algún sitio una frase que se ajustaba perfectamente
a la ocasión y le parecía una expresión contundente, elegante; era el tipo de
frase que uno espera oír de labios de hombres calzados con botines mientras
agitan el bastón con desenvoltura. La repitió, con satisfacción: Bien, eso es
lo que hay, se dijo. No estaba seguro de no haberlo dicho en voz alta.
El tranvía redujo la velocidad y la muchacha del abrigo
basto se dirigió hacia la puerta. Una sacudida la lanzó hacia el señor Durant
—él habría jurado que lo había hecho a propósito—, murmuró alegremente una
palabra de disculpa y le lanzó lo que él interpretó como una mirada invitadora.
Hizo ademán de seguirla, pero volvió a sentarse. Después de todo, llovía y
estaba a cinco manzanas de su casa. Una vez más, lo invadió la confortable
seguridad de que se presentarían otras oportunidades.
Bajó del tranvía de excelente humor y se dirigió hacia su
casa. Era una noche horrible, pero el frío que se insinuaba y la negra lluvia
contribuían a que se imaginara con mayor claridad la casa cálida e iluminada,
el gran plato de sopa de pescado humeante, los niños y la esposa que, muy
formales, lo estaban esperando. Caminó despacio para que esperaran un poco y se
alegraran de su regreso, canturreando mientras avanzaba por la pulcra acera,
junto a los edificios sólidos y adecuadamente deteriorados.
Lo adelantaron corriendo dos muchachas con las manos
sobre la cabeza para proteger sus sombreros de la lluvia. El repiqueteo de los
tacones sobre el asfalto, las risas sin aliento y los brazos en alto,
resaltando sus siluetas, suscitaron en él una sensación agradable. Las conocía;
vivían tres puertas más allá de su casa, en el edificio que tenía una farola
enfrente. Las había observado con frecuencia porque eran jóvenes y bonitas. Se
dio prisa para verlas subir las escaleras y contemplar cómo las faldas estrechas
mostraban las piernas. Volvió a pensar en la muchacha de la carrera en la media
y entró en su casa inmerso en pensamientos muy entretenidos.
En cuanto abrió la puerta, sus hijos corrieron hacia él,
gritando. Pasaba algo especial, porque Junior y Charlotte, por lo general, eran
demasiado educados para molestar a la gente corriendo y balbuceando. Eran niños
agradables y sensatos; eran buenos estudiantes, se lavaban siempre los dientes,
no decían mentiras y no iban con compañeros que dijeran palabrotas. Junior
sería el vivo retrato de su padre cuando le quitaran el aparato de los dientes,
y la pequeña Charlotte se parecía mucho a su madre. Sus amigos comentaban con
frecuencia que aquella era una familia ideal.
El señor Durant sonrió bondadosamente ante el bullicio
mientras colgaba con cuidado el abrigo y el sombrero. Disfrutaba incluso
colocando la ropa en el frío y brillante perchero. Aquella noche todo le
resultaba agradable. Ni siquiera el alboroto de los niños podía irritarle.
Al final, descubrió la causa de la conmoción: un perrito
perdido que había aparecido en la puerta trasera. Estaban todos en la cocina,
ayudando a Freda, cuando Charlotte había creído oír como si rascaran la puerta;
Freda dijo que eran imaginaciones suyas, pero, a pesar de todo, Charlotte se
dirigió hacia la puerta y allí estaba el perrito, intentando protegerse de la
lluvia. Mamá los ayudó a bañarlo y Freda le dio de comer; en ese momento, se
encontraba en el salón. Rogaron a su padre que les diera permiso para
quedárselo, por favor, por favor. No llevaba collar, así que no tenía dueño.
Mamá había dicho que, si él daba su permiso, estaba de acuerdo, y a Freda le
gustaba.
El señor Durant mantenía su sonrisa bondadosa.
—Ya veremos —dijo.
Los niños parecieron decepcionados, pero no se
desanimaron. Hubieran preferido ver una mayor muestra de entusiasmo, pero
sabían por experiencia que el «Ya veremos» indicaba una tendencia favorable.
El señor Durant se dirigió al salón para inspeccionar al
visitante. No era ninguna belleza. No cabía duda de que era la muestra viviente
de una madre incapaz de decir que no. Era un animalito rechoncho, de pelo
blanco y enmarañado, con algunas manchas negras aquí y allá. Recordaba
remotamente un terrier escocés mezclado con vestigios de otras razas; en definitiva,
parecía un compendio bastante completo de diferentes especies caninas. Pero al
instante se advertía que tenía un atractivo especial. Más de un cetro ha sido
rechazado por motivos semejantes.
Estaba echado junto al fuego, agitando con ansiedad un
rabo trágicamente largo, mientras imploraba con los ojos al señor Durant que le
concediera un juicio justo. Los niños le habían dicho que se acostara allí, así
que no se movía. Se esforzaba en mostrar su agradecimiento del único modo que
podía.
El señor Durant se ablandó. No le disgustaban los perros
y le agradaba verse como un individuo caritativo que acogía a los animales
indefensos. Se inclinó y le tendió la mano.
—Bueno, señor mío —dijo jovialmente—. Ven aquí, amigo.
El perro corrió hacia él, meneando el rabo, extasiado. Le
cubrió la fría mano de besos alegres pero respetuosos, y después descansó la
cabeza cálida y pesada sobre la palma del señor Durant. Su mirada expresaba con
elocuencia que consideraba que el señor Durant era el hombre más grande de América.
Al señor Durant le gustaban el aprecio y la gratitud. Dio
unas palmaditas indulgentes al perro.
—Qué, muchacho, ¿quieres quedarte con nosotros? —dijo—.
Sospecho que te gustaría quedarte.
Charlotte apretó con fuerza el brazo de Junior. Sin
embargo, ninguno de los dos se atrevió a hacer ningún comentario.
La señora Durant entró en el salón, procedente de la
cocina, con la cara colorada por haber estado vigilando la sopa de pescado.
Tenía un pliegue de preocupación entre los ojos, en parte debido a la cena y,
en parte, a la intromisión del perrito en la vida familiar. Todo aquello que no
estaba previsto entre sus actividades del día la dejaba en un estado parecido
al trauma que producen los bombardeos: las manos se le agitaban con nerviosismo
e iniciaba gestos que dejaba en suspenso.
Cuando vio a su marido dando palmaditas al perro, su
rostro adoptó una expresión de alivio. Los niños, que se comportaban a sus
anchas en su presencia, rompieron el silencio y saltaron sobre ella, gritando
que su padre decía que podía quedarse.
—Claro que sí, ¿no os había dicho que vuestro padre es
muy bueno? —dijo en el tono que emplean los padres cuando resulta que han
acertado—. Está muy bien, padre. Con este patio tan grande que tenemos, creo
que no habrá ningún problema. Parece una perrita monísima…
Las caricias del señor Durant se detuvieron en seco, como
si el cuello del perro se hubiera puesto repentinamente al rojo vivo. Se
levantó y miró a su esposa como si fuera un desconocido que hubiera empezado a
comportarse de modo excéntrico.
—¿Una perrita? —dijo. Siguió mirándola del mismo modo y
repitió—: ¿Una perrita?
Las manos de la señora Durant se agitaron.
—Bueno… —empezó a decir, como si fuera a enumerar una
larga lista de circunstancias atenuantes—. Bueno, sí —acabó por decir.
Los niños y el perro miraron con nerviosismo al señor
Durant, dándose cuenta de que algo iba mal. Charlotte empezó a gimotear.
—¡Cállate! —exclamó su padre, volviéndose repentinamente
hacia ella—. He dicho que podía quedarse, ¿verdad? ¿Has visto alguna vez que tu
padre no cumpliera una promesa?
—No, padre —murmuró Charlotte educadamente, pero sin
ninguna convicción. Como era una niña filosófica, decidió dejar el asunto en
manos de Dios y espolearlo un poco con unas oraciones.
El señor Durant frunció el ceño e hizo un gesto brusco
con la cabeza en dirección a su esposa, indicando que deseaba hablar con ella a
solas, en la intimidad de la pequeña habitación que había al otro lado del
pasillo, llamada el «estudio de padre».
Había dirigido en persona la decoración de su estudio y
había verificado que fuera una habitación totalmente masculina. Estaba
empapelada en rojo hasta la altura de un estante de madera donde había unas
jarras decorativas. Unos estantes para pipas vacíos —el señor Durant fumaba
puros— colgaban de la pared a intervalos regulares. En una de las paredes había
una mediocre reproducción de un dibujo de una muchacha con alas de murciélago
y, en otra, una fotografía de una acuarela que representaba una «mañana de
septiembre», con los colores ligeramente corridos, como si la mano del artista
hubiera temblado de emoción. Sobre la mesa había una piel curtida colocada con
cuidadoso descuido en la que aparecía pintado el perfil de una muchacha india;
en la mecedora había un cojín de piel con el retrato, grabado al fuego, de una
muchacha vestida con un traje de esgrima que hacía resaltar una figura
tristemente pasada de moda.
Los libros del señor Durant estaban alineados tras el
cristal de una estantería. Eran altos y gruesos, ricamente encuadernados, y
justificaban el orgullo que sentía su propietario. En su mayor parte consistían
en relatos sobre las cortesanas francesas, había unos pocos volúmenes sobre las
extrañas costumbres de algunos monarcas y las aventuras de antiguos monjes
rusos. La señora Durant, que nunca tenía tiempo para leer, los contemplaba con
cierto respeto y pensaba que su marido era uno de los principales bibliófilos
del país. También había libros en el salón, pero esos los había heredado o se
los habían regalado. La señora Durant había colocado unos cuantos en la mesa
del salón; parecía como si los hubieran dejado allí los repartidores de Biblias.
El señor Durant se consideraba un coleccionista
incansable y un lector infatigable, pero los libros siempre le decepcionaban;
no eran tan buenos como el anuncio le había hecho creer.
El señor Durant entró primero en el estudio y se volvió
para mirar a su esposa, con el ceño todavía fruncido. No había perdido la
calma, pero esta estaba minada. Siempre tenía que surgir algo que lo estropeara
todo.
—Fan, sabes perfectamente que no podemos quedarnos con
esa perra —dijo con el tono de voz que reservaba para referirse a la ropa
interior, los artículos de higiene personal y temas similares. Hablaba con el
tono de infinita paciencia que se utiliza con los niños retrasados, pero tras
él se ocultaba una firmeza como la del peñón de Gibraltar.
—Debes de estar loca si has pensado, por un solo
instante, que podíamos quedárnosla. Por nada del mundo tendría una perra en mi
casa. Es un espectáculo asqueroso.
—Pero padre… —empezó a decir la señora Durant, agitando
de nuevo las manos de modo convulsivo.
—Asqueroso. Ya sabes lo que pasa cuando tienes una
hembra: todos los machos del vecindario andan corriendo tras ella. Para
empezar, tendrá cachorros… y tendrá un aspecto horrible. ¿Crees que es un
espectáculo adecuado para los niños? No entiendo cómo no se te ha ocurrido
pensar en los niños. Fan. Ni hablar, Fan. ¡Es asqueroso!
—Pero ¿y los niños? —dijo ella—. Van a llevarse…
—Déjalo en mis manos —la tranquilizó—. Les he dicho que
la perra podía quedarse y mantengo las promesas, ¿verdad? Escucha: esperaré a
que estén dormidos, cogeré a la perra y la echaré a la calle. Por la mañana,
podrás decirles que se ha escapado durante la noche, ¿de acuerdo?
La mujer asintió. Su esposo le dio unas palmaditas en el
hombro, cubierto de seda negra maloliente. Una vez más, estaba en paz con el
mundo, gracias a la sencilla solución de un pequeño problema. De nuevo se
sintió complacido al pensar que todo estaba en orden, listo para empezar otra
vez. Cuando entraron en el comedor, todavía rodeaba el hombro de su mujer con
el brazo.
TURONS
COM ELEFANTS BLANCS d’Ernest Hemingway ( Illinois, EUA, 1899 - , Idaho, EUA, 1961) Hills like white elephants, 1938
Els turons que
s’alçaven a l’altra banda de la vall de l’Ebre eren allargassats i blancs. En
aquesta banda no hi havia arbres ni ombres, i l’estació es dreçava entre dues
línies fèrries sota el sol. A recer del costat de l’estació s’estenia la càlida
ombra de l’edifici, i una cortina, feta amb rastelleres de canuts de canya,
penjava al pas de la porta oberta del bar, per evitar que hi entressin mosques.
El nord-americà i la noia que l’acompanyava seien a una taula, a l’ombra, fora
l’edifici. Feia molta calor, i l’exprés de Barcelona arribaria al cap de vint
minuts. S’aturava en aquell entroncament durant dos minuts i prosseguia en
direcció a Madrid.
–Què podem beure?
–preguntà la noia.
S’havia llevat el
barret i l’havia deixat damunt la taula.
–Fa molta calor –va
fer l’home.
–Prenem una cervesa.
– Dos
cervezas –va demanar l’home de cara a la cortina.
–Grans? –inquirí una
dona des del llindar de la porta.
–Sí, dues cerveses
grans.
La dona va dur dos
gots de cervesa i dos posavasos de feltre.
Col•locà els posavasos
i els gots de cervesa damunt la taula, i esguardava l’home i la noia. Aquesta
tenia la mirada perduda en la cadena muntanyosa. Els turons eren blancs a la
llum del sol, i els camps, marronencs i secs.
–Semblen elefants
blancs –va dir.
–Mai no n’he vist cap.
L’home va prendre un
glop de cervesa.
–No, no en pots haver
vist cap.
–En podria haver vist
–va replicar l’home–. Sols perquè tu dius que no n’he pogut veure, això no
demostra res.
La noia mirava la
cortina de canya.
–Hi han pintat alguna
cosa –va dir–. Què hi diu?
– Anís del
Toro . És un licor.
–El podríem tastar?
L’home cridà:
“Escolti!”, a través de la cortina.
La dona va sortir del
bar.
–Quatre reales .
–Volem dos Anís
del Toro .
–Amb aigua?
–El vols amb aigua?
–No ho sé –va fer la
noia–. És bo amb aigua?
–No està malament.
–El volen amb aigua?
–insistí la dona.
–Sí, amb aigua.
–Té gust de pega dolça
–digué la noia i deixà la copa sobre la taula.
–Amb tot passa igual.
–Sí –va replicar la
noia–. Tot té gust de pega dolça. En especial les coses que has estat esperant
molt de temps a tastar-les, com l’absenta.
–Oh, ja n’hi ha prou!
–Tu has començat –va
dir la noia–. Jo m’estava divertint. M’ho passava bé.
–Bé, mirem de
passar-nos-ho bé.
–D’acord. Ho estava
intentant. Deia que les muntanyes semblaven elefants blancs. No ha estat
brillant?
–Ha estat brillant.
–Volia tastar aquest
licor nou. Això és l’única cosa que fem, oi?: contemplar les coses i tastar
noves begudes?
–Suposo que sí.
La noia esguardà els
turons.
Són unes muntanyes
magnífiques –va dir–. En realitat no semblen elefants blancs. Em referia
solament al color de la seva pell entre els arbres.
–Prenem una altra
cervesa?
–Va.
El vent calent va fer
voleiar la cortina contra la taula.
–La cervesa és bona, i
freda –comentà l’home.
–És deliciosa –féu la
noia.
–En realitat és una
operació molt senzilla, Jig –va dir l’home–. De fet ni tan sols és una operació.
La noia fità el terra
on reposaven les potes de la taula.
–Sé que no patiràs,
Jig. Realment és ben poca cosa. Es tracta de fer-hi penetrar l’aire.
La noia no deia res.
–Jo t’acompanyaré i no
em mouré del teu costat en tota l’estona. Simplement hi deixen entrar aire i
després tot és completament natural.
–Aleshores, què farem
després?
–Després tot anirà bé.
Tot serà com abans.
–Què t’ho fa pensar,
això?
–Aquesta és l’única
cosa que ens amoïna. És l’única cosa que ens fa infeliços.
La noia ullà la
cortina de canya, allargà la mà i va agafar dues rastelleres de canuts.
–I creus que després
tot anirà bé i serem feliços.
–N’estic segur. No has
de témer res. Sé de moltíssimes dones que ho han fet.
–Jo també –va dir la
noia–. I després totes van ser d’allò més felices.
–Bé –digué l’home–, si
no ho vols fer, no ho facis. No has de fer-ho, si no vols. Però sé que és molt
senzill.
–I tu realment vols
que ho faci?
–Penso que és el
millor que podem fer. Però no vull que ho facis, si no vols.
–¿I si ho faig seràs
feliç i les coses seran com abans i m’estimaràs?
–Ja t’estimo ara. Tu
saps que t’estimo.
–Ho sé. Però si ho
faig, ¿aleshores tindrà gràcia si dic que les muntanyes són com elefants
blancs, i a tu t’agradarà?
–M’encanta. M’encanta
ara, però no puc pensar-hi. Ja saps com em poso quan estic amoïnat.
–Si ho faig, no
estaràs mai més amoïnat?
–No m’hi amoïnaré
perquè és molt senzill.
–Aleshores ho faré.
Perquè no em preocupo per mi.
–Què vols dir?
–Que no em preocupo
per mi.
–Bé, doncs jo sí que
em preocupo per tu.
–Oh, sí! Però jo no em
preocupo per mi. I ho faré i aleshores tot anirà bé.
–Si ho sents d’aquesta
manera, no vull que ho facis.
La noia es va alçar i
caminà fins al cap de l’andana. Enllà, a l’altra banda, hi havia camps de blat
i arbres a tot el llarg de la riba de l’Ebre. Més enllà, a l’altre costat del
riu, es dreçaven les muntanyes. L’ombra d’un núvol lliscava a través del
bladar, i ella albirava el riu entre els arbres.
–I podríem tenir tot
això –va dir ella–. I podríem tenir-ho tot, però cada dia ho fem més impossible.
–Què dius?
–Deia que podríem
tenir-ho tot.
–Podem tenir-ho tot.
–No, no podem.
–Podem tenir el món
sencer.
–No, no podem.
–Podem anar arreu.
–No, no podem. Ja no
és nostre.
–És nostre.
–No, no ho és. I un
cop t’ho prenen, mai més no ho tornes a recuperar.
–Però no ens ho han
pres.
–Ja ho veurem.
–Vine a l’ombra –li va
dir ell–. No t’has de sentir d’aquesta manera.
–No em sento de cap
manera –replicà la noia–. Simplement sé com són les coses.
–No vull que facis res
que no vulguis fer…
–Res que no sigui pel
meu bé –va dir ella–. Ja ho sé. ¿Prenem una altra cervesa?
–Sí. Però has de
comprendre…
–Ho comprenc –el tallà
la noia–. ¿No podríem deixar de parlar?
Asseguts a taula, la
noia contemplava els turons de la banda àrida de la vall, i l’home mirava
alternativament la noia i la taula.
–Has de comprendre
–insistí– que no vull que ho facis si tu no vols. Estic disposat a acceptar-ho
si és important per a tu.
–Per a tu no n’és,
d’important? Podríem tirar endavant.
–És clar que ho és.
Però no vull ningú més que tu. No vull ningú més. I sé que és
extraordinàriament senzill.
–Sí, tu saps que és
extraordinàriament senzill.
–És natural que et
posis així, però ho sé.
–Vols fer-me un favor,
ara?
–Faré qualsevol cosa
per tu.
–Vols fer-me el
refotut favor de no enraonar més?
Ell no digué res, sinó
que clavà una llambregada a les maletes col•locades contra la paret de
l’estació. Duien etiquetes de tots els hotels on havien passat alguna nit.
–Però no vull que el
tinguis –digué ell–. No és important per a mi.
–Em posaré a xisclar.
La dona va travessar
la cortina amb dos gots de cervesa i els col•locà damunt els posavasos humits.
–El tren arribarà
d’aquí a cinc minuts –va dir.
–Què diu? –preguntà la
noia.
–Que el tren arribarà
d’aquí a cinc minuts.
La noia somrigué
cordialment a la dona, en senyal d’agraïment.
–Valdrà més que dugui
les maletes a l’altra banda de l’estació –va dir l’home.
Ella li somrigué.
–Està bé. Després vine
i ens acabarem la cervesa.
Ell va agafar les dues
feixugues maletes i les va portar a l’altra banda de l’andana tot contornejant
l’estació. Va mirar més enllà, però el tren no es veia. En tornar, va passar
per dins el bar, on la gent que esperava el tren prenia alguna cosa. Ell es va
prendre una copa d’anís a la barra, mentre observava la gent. Tots esperaven el
tren reposadament. Va sortit per entremig de la cortina de canya. Ella,
asseguda a taula, li somrigué.
–Et trobes més bé? –li
va preguntar ell.
–Estic bé –contestà
ella–. No em passa res. Estic bé.
Els turons que
s’alçaven a l’altra banda de la vall de l’Ebre eren allargassats i blancs. En
aquesta banda no hi havia arbres ni ombres, i l’estació es dreçava entre dues
línies fèrries sota el sol. A recer del costat de l’estació s’estenia la càlida
ombra de l’edifici, i una cortina, feta amb rastelleres de canuts de canya,
penjava al pas de la porta oberta del bar, per evitar que hi entressin mosques.
El nord-americà i la noia que l’acompanyava seien a una taula, a l’ombra, fora
l’edifici. Feia molta calor, i l’exprés de Barcelona arribaria al cap de vint
minuts. S’aturava en aquell entroncament durant dos minuts i prosseguia en
direcció a Madrid.
–Què podem beure?
–preguntà la noia.
S’havia llevat el
barret i l’havia deixat damunt la taula.
–Fa molta calor –va
fer l’home.
–Prenem una cervesa.
– Dos
cervezas –va demanar l’home de cara a la cortina.
–Grans? –inquirí una
dona des del llindar de la porta.
–Sí, dues cerveses
grans.
La dona va dur dos
gots de cervesa i dos posavasos de feltre.
Col•locà els posavasos
i els gots de cervesa damunt la taula, i esguardava l’home i la noia. Aquesta
tenia la mirada perduda en la cadena muntanyosa. Els turons eren blancs a la
llum del sol, i els camps, marronencs i secs.
–Semblen elefants
blancs –va dir.
–Mai no n’he vist cap.
L’home va prendre un
glop de cervesa.
–No, no en pots haver
vist cap.
–En podria haver vist
–va replicar l’home–. Sols perquè tu dius que no n’he pogut veure, això no
demostra res.
La noia mirava la
cortina de canya.
–Hi han pintat alguna
cosa –va dir–. Què hi diu?
– Anís del
Toro . És un licor.
–El podríem tastar?
L’home cridà:
“Escolti!”, a través de la cortina.
La dona va sortir del
bar.
–Quatre reales .
–Volem dos Anís
del Toro .
–Amb aigua?
–El vols amb aigua?
–No ho sé –va fer la
noia–. És bo amb aigua?
–No està malament.
–El volen amb aigua?
–insistí la dona.
–Sí, amb aigua.
–Té gust de pega dolça
–digué la noia i deixà la copa sobre la taula.
–Amb tot passa igual.
–Sí –va replicar la
noia–. Tot té gust de pega dolça. En especial les coses que has estat esperant
molt de temps a tastar-les, com l’absenta.
–Oh, ja n’hi ha prou!
–Tu has començat –va
dir la noia–. Jo m’estava divertint. M’ho passava bé.
–Bé, mirem de
passar-nos-ho bé.
–D’acord. Ho estava
intentant. Deia que les muntanyes semblaven elefants blancs. No ha estat
brillant?
–Ha estat brillant.
–Volia tastar aquest
licor nou. Això és l’única cosa que fem, oi?: contemplar les coses i tastar
noves begudes?
–Suposo que sí.
La noia esguardà els
turons.
Són unes muntanyes
magnífiques –va dir–. En realitat no semblen elefants blancs. Em referia
solament al color de la seva pell entre els arbres.
–Prenem una altra
cervesa?
–Va.
El vent calent va fer
voleiar la cortina contra la taula.
–La cervesa és bona, i
freda –comentà l’home.
–És deliciosa –féu la
noia.
–En realitat és una
operació molt senzilla, Jig –va dir l’home–. De fet ni tan sols és una operació.
La noia fità el terra
on reposaven les potes de la taula.
–Sé que no patiràs,
Jig. Realment és ben poca cosa. Es tracta de fer-hi penetrar l’aire.
La noia no deia res.
–Jo t’acompanyaré i no
em mouré del teu costat en tota l’estona. Simplement hi deixen entrar aire i
després tot és completament natural.
–Aleshores, què farem
després?
–Després tot anirà bé.
Tot serà com abans.
–Què t’ho fa pensar,
això?
–Aquesta és l’única
cosa que ens amoïna. És l’única cosa que ens fa infeliços.
La noia ullà la
cortina de canya, allargà la mà i va agafar dues rastelleres de canuts.
–I creus que després
tot anirà bé i serem feliços.
–N’estic segur. No has
de témer res. Sé de moltíssimes dones que ho han fet.
–Jo també –va dir la
noia–. I després totes van ser d’allò més felices.
–Bé –digué l’home–, si
no ho vols fer, no ho facis. No has de fer-ho, si no vols. Però sé que és molt
senzill.
–I tu realment vols
que ho faci?
–Penso que és el
millor que podem fer. Però no vull que ho facis, si no vols.
–¿I si ho faig seràs
feliç i les coses seran com abans i m’estimaràs?
–Ja t’estimo ara. Tu
saps que t’estimo.
–Ho sé. Però si ho
faig, ¿aleshores tindrà gràcia si dic que les muntanyes són com elefants
blancs, i a tu t’agradarà?
–M’encanta. M’encanta
ara, però no puc pensar-hi. Ja saps com em poso quan estic amoïnat.
–Si ho faig, no
estaràs mai més amoïnat?
–No m’hi amoïnaré
perquè és molt senzill.
–Aleshores ho faré.
Perquè no em preocupo per mi.
–Què vols dir?
–Que no em preocupo
per mi.
–Bé, doncs jo sí que
em preocupo per tu.
–Oh, sí! Però jo no em
preocupo per mi. I ho faré i aleshores tot anirà bé.
–Si ho sents d’aquesta
manera, no vull que ho facis.
La noia es va alçar i
caminà fins al cap de l’andana. Enllà, a l’altra banda, hi havia camps de blat
i arbres a tot el llarg de la riba de l’Ebre. Més enllà, a l’altre costat del
riu, es dreçaven les muntanyes. L’ombra d’un núvol lliscava a través del
bladar, i ella albirava el riu entre els arbres.
–I podríem tenir tot
això –va dir ella–. I podríem tenir-ho tot, però cada dia ho fem més impossible.
–Què dius?
–Deia que podríem
tenir-ho tot.
–Podem tenir-ho tot.
–No, no podem.
–Podem tenir el món
sencer.
–No, no podem.
–Podem anar arreu.
–No, no podem. Ja no
és nostre.
–És nostre.
–No, no ho és. I un
cop t’ho prenen, mai més no ho tornes a recuperar.
–Però no ens ho han
pres.
–Ja ho veurem.
–Vine a l’ombra –li va
dir ell–. No t’has de sentir d’aquesta manera.
–No em sento de cap
manera –replicà la noia–. Simplement sé com són les coses.
–No vull que facis res
que no vulguis fer…
–Res que no sigui pel
meu bé –va dir ella–. Ja ho sé. ¿Prenem una altra cervesa?
–Sí. Però has de
comprendre…
–Ho comprenc –el tallà
la noia–. ¿No podríem deixar de parlar?
Asseguts a taula, la
noia contemplava els turons de la banda àrida de la vall, i l’home mirava
alternativament la noia i la taula.
–Has de comprendre
–insistí– que no vull que ho facis si tu no vols. Estic disposat a acceptar-ho
si és important per a tu.
–Per a tu no n’és,
d’important? Podríem tirar endavant.
–És clar que ho és.
Però no vull ningú més que tu. No vull ningú més. I sé que és
extraordinàriament senzill.
–Sí, tu saps que és
extraordinàriament senzill.
–És natural que et
posis així, però ho sé.
–Vols fer-me un favor,
ara?
–Faré qualsevol cosa
per tu.
–Vols fer-me el
refotut favor de no enraonar més?
Ell no digué res, sinó
que clavà una llambregada a les maletes col•locades contra la paret de
l’estació. Duien etiquetes de tots els hotels on havien passat alguna nit.
–Però no vull que el
tinguis –digué ell–. No és important per a mi.
–Em posaré a xisclar.
La dona va travessar
la cortina amb dos gots de cervesa i els col•locà damunt els posavasos humits.
–El tren arribarà
d’aquí a cinc minuts –va dir.
–Què diu? –preguntà la
noia.
–Que el tren arribarà
d’aquí a cinc minuts.
La noia somrigué
cordialment a la dona, en senyal d’agraïment.
–Valdrà més que dugui
les maletes a l’altra banda de l’estació –va dir l’home.
Ella li somrigué.
–Està bé. Després vine
i ens acabarem la cervesa.
Ell va agafar les dues
feixugues maletes i les va portar a l’altra banda de l’andana tot contornejant
l’estació. Va mirar més enllà, però el tren no es veia. En tornar, va passar
per dins el bar, on la gent que esperava el tren prenia alguna cosa. Ell es va
prendre una copa d’anís a la barra, mentre observava la gent. Tots esperaven el
tren reposadament. Va sortit per entremig de la cortina de canya. Ella,
asseguda a taula, li somrigué.
–Et trobes més bé? –li
va preguntar ell.
–Estic bé –contestà
ella–. No em passa res. Estic bé.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada