L'avortament: Maupassant, Parker, Hemingway

EL HIJO   Guy de Maupassant   Tourville-sur-Arques5 d'agost de 1850París6 de juliol de 1893


Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Y repetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugnante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La baronesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentidos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la 'encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: "Sí..., sí..., sí..."; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
"¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta."
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?

El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.

 FIN


EL SEÑOR DURANT  Dorothy Parker. Nova Jersey22 d'agost de 1893Nova York 1967          American Mercury, septiembre de 1924



 Hacía diez días que el señor Durant no experimentaba tanta tranquilidad. Se abandonó y se dejó envolver por ella, con una sensación cálida y suave, como si fuera una capa nueva y cara. Dios, por el cual el señor Durant sentía un afecto cordial, estaba en el cielo, y todo iba bien de nuevo en el mundo del señor Durant.

Resultaba curioso el modo en que la paz recuperada hacía más intenso el placer que le proporcionaban las cosas pequeñas. Miró hacia atrás, en dirección a la fábrica de caucho que acababa de dejar tras el día de trabajo, y asintió con gesto de aprobación ante la sólida mole rojiza, ante los seis pisos que se alzaban imponentemente en la oscuridad. Había que ir muy lejos para encontrar una empresa más pujante y, junto con la sensación de formar parte de aquello, sintió un orgullo de propietario.

Lanzó una mirada afable hacia la calle Center y observó el tranquilo brillo de las farolas. Incluso el asfalto estropeado, salpicado de charcos profundos, aumentaba su placer reflejando el suave resplandor. Y, para que su satisfacción fuera completa, el tranvía que estaba esperando apareció puntualmente por el otro extremo de la vía. Pensó, con una especie de ternura jovial, en el lugar donde lo conduciría: a su cena —esa noche tocaba sopa de pescado—, a sus hijos y a su esposa, en ese mismo orden de importancia. Después volvió su atención benevolente hacia la muchacha que estaba a su lado, esperando sin duda el tranvía de la calle Center. Advirtió con satisfacción que despertaba en él un vivo interés y le pareció que decía mucho en su favor que pudiera fijarse de nuevo en esas cosas. Se sentía veinte años más joven.

La muchacha tenía un aspecto lastimoso; iba vestida con un abrigo basto, raído aquí y allá, pero había algo en el modo en que llevaba encasquetado sobre los ojos un turbante barato, pero gracioso, y en la forma en que su figura delgada y joven se movía bajo el ancho abrigo. El señor Durant sacó la lengua y la deslizó delicadamente sobre el frío y liso labio superior.

El tranvía se acercó y frenó ante ellos con un sonido metálico. El señor Durant se apartó con galantería para dejar pasar a la muchacha. No la auxilió para subir, pero la solicitud con que vigiló el proceso produjo la impresión de que la había ayudado.

Al subir el escalón, la estrecha falda de la muchacha se arremangó sobre sus delgadas y bonitas piernas. Tenía una carrera en una de las delicadas medias de seda. Sin duda, no se había dado cuenta, pues estaba situada junto a la costura y llegaba hasta la mitad de la pantorrilla, probablemente desde la liga. El señor Durant se vio asaltado por el insólito deseo de pasar la uña por el final de la carrera y hacerla avanzar hasta que la fina línea de puntos sueltos llegara al extremo del zapato plano. Ese capricho hizo que jugueteara en sus labios una sonrisa indulgente que, cuando entró en el tranvía y pagó el billete, se ensanchó en una sonrisa de afable saludo dedicada al cobrador.

La muchacha se sentó en la zona delantera; el señor Durant encontró un asiento adecuado en la parte de atrás y estiró el cuello para verla. Sólo pudo vislumbrar un pliegue del turbante y un trozo de mejilla profusamente maquillada con colorete, pero para ello debía mantener la cabeza en una posición forzada que le hacía daño. Así que se consoló con la idea de que había otras, lo dejó correr y se acomodó en el asiento. Tenía por delante un trayecto de unos veinte minutos. Dejó caer suavemente la cabeza hacia atrás, bajó los párpados y se entregó a sus pensamientos. Ahora que el asunto había acabado de modo favorable, podía pensar en él con tranquilidad; casi le hacía gracia. Durante la semana pasada e, incluso, parte de la anterior, había intentado con todas sus fuerzas quitárselo de la cabeza. Le había provocado insomnio y, aunque ahora lo protegía esa nueva actitud divertida, el señor Durant sintió que la indignación lo invadía al recordar esas noches de inquietud.

Había conocido a Rose hacía unos tres meses, cuando se la enviaron a la oficina para que le tomara al dictado unas cartas. El señor Durant era ayudante del director del departamento de crédito de la compañía de caucho; su mujer solía referirse a él como si fuera uno de los directores de la compañía y, aunque muchas veces lo hacía en su presencia, dirigiéndose a otras personas, él nunca se había molestado en entrar en detalles sobre su posición. Tenía derecho a despacho, escritorio y teléfono para él solo, pero no a taquígrafa. Cuando quería dictar algo o que le escribieran a máquina alguna carta, telefoneaba a otros despachos hasta que encontraba a una muchacha que no estuviera ocupada en su trabajo. Así fue como Rose llegó hasta él.

No era una chica bonita. Sin duda, no lo era. Pero tenía una fragilidad dulce y una timidez casi desesperada que el señor Durant al principio encontró atractivas, pero que ahora le irritaban. Tenía veinte años y poseía el encanto de la juventud. Cuando se inclinaba sobre el trabajo, mostrando la blancura de la espalda bajo la blusa de mala calidad, con el cabello limpio rizado sobre el delgado cuello, las piernas rectas, infantiles, cruzadas para sostener el cuaderno sobre las rodillas, tenía un atractivo innegable.

Pero no era bonita. Tenía el cabello inmanejable, las pestañas y los labios demasiado pálidos y carecía del estilo suficiente para saber escoger y llevar aquella ropa barata. El señor Durant, al recordarlo todo, se sorprendió de que hubiera llegado a sentirse atraído por ella. Pero se trataba de una sorpresa tolerante, no impaciente; en el fondo, se había comportado como un chiquillo.

No le sorprendió ni por un momento que Rose hubiera respondido con tanta rapidez a los avances de un inconmovible hombre casado de cuarenta y nueve años. De todos modos, nunca se veía a sí mismo como tal. Solía decirle a Rose, en broma, que era lo bastante viejo para ser su padre, pero, en realidad, ninguno de los dos lo creía. Consideraba que el cariño de Rose era lo más natural del mundo; Rose procedía de una ciudad pequeña, no era el tipo de muchacha que había tenido admiradores y, naturalmente, quedó deslumbrada por las atenciones de un hombre que, como el señor Durant dijo, se hallaba en la flor de la vida. Al principio, le encantó la idea de que no hubiera habido otros hombres en su vida, aunque más adelante, en lugar de sentirse halagado por ser el primero y único, empezó a pensar que Rose había utilizado un método desleal para colocarlo en una situación comprometida.

Todo había sucedido con una facilidad sorprendente, tal como el señor Durant previó cuando la vio por primera vez, si bien eso no redujo su interés. Los obstáculos, en lugar de estimularlo, lo desanimaban. Lo fundamental era evitar las complicaciones.

Rose no era una muchacha coqueta. Tenía esa curiosa franqueza que poseen algunas personas muy tímidas. Naturalmente, tuvo sus escrúpulos, pero el señor Durant supo convencerla. No era un maestro en esa técnica; había tenido algunas experiencias, probablemente un tercio de las que acostumbraba atribuirse, pero ninguna le había enseñado los delicados matices del galanteo. Pero Rose se contentaba con muy poco.

Nunca le pidió gran cosa. Nunca pretendió causarle problemas con su mujer ni le imploró que dejara a su familia y se fuera con ella. El señor Durant se lo agradecía. Le ahorraba muchas molestias.

Resultaba sorprendente la libertad que tenían y las pocas mentiras que fueron necesarias. Se quedaban en la oficina al acabar el trabajo: el señor Durant encontraba muchas cartas que dictar. Nadie tuvo nada que objetar: Rose estaba ocupada casi todo el día y el señor Durant era muy considerado al no darle trabajo durante el tiempo que dedicaba a su jefe habitual; por otra parte, era muy natural que deseara una taquígrafa tan buena como ella para su correspondencia.

El único pariente de Rose, una hermana casada, vivía en otra ciudad. La muchacha compartía habitación con una amiga llamada Ruby, también empleada en la fábrica de caucho, y Ruby, que estaba ocupada con sus propios asuntos, nunca parecía sorprenderse de que Rose llegara tarde a cenar o se saltara la cena. El señor Durant explicó de inmediato a su esposa que tenía mucho trabajo, lo que no hizo más que aumentar su importancia ante los ojos de esta, la cual se lanzó a prepararle sus platos favoritos y calentárselos solícita a su regreso. A veces, mientras la clandestinidad hacía que se sintieran importantes, Rose y él apagaban la luz del pequeño despacho y cerraban la puerta, para que los demás empleados creyeran que se habían ido a casa. Pero nadie intentó nunca entrar.

Resultó todo tan sencillo que el señor Durant nunca lo consideró fuera de lo normal. El interés que sentía por Rose no hizo que dejara de apreciar las piernas bonitas o las miradas provocativas. Era la aventura más tranquila y cómoda que se pudiera imaginar. Incluso tenía una cierta vertiente conyugal.

Hasta que todo tuvo que estropearse. ¿Qué te parece?, se dijo el señor Durant con profunda amargura.

Diez días atrás, Rose había entrado llorando en su despacho. De puro milagro, había tenido la prudencia de esperar a que acabara el horario de trabajo, pero habría podido entrar cualquiera y verla lloriqueando; el señor Durant atribuyó el que nadie lo hiciera a la perfecta gestión de su Dios personal. Al señor Durant le pareció que las lágrimas de Rose llenaban toda la oficina. El color había abandonado sus mejillas para concentrarse en la nariz, al tiempo que las pálidas pestañas estaban ribeteadas de un rosa intenso. Incluso el cabello parecía alterado; se había desprendido de las horquillas y le colgaban mechones desmayados junto al cuello. El señor Durant no soportaba verla, y no se sentía con fuerzas para tocar a la muchacha.

Gastó todas sus energías en apremiarla para que, por el amor de Dios, se calmara; no le preguntó qué le pasaba, pero ella lo dijo entre sollozos y sonidos desagradables. Tenía «un problema». Ni ese día ni los siguientes utilizaron una frase menos delicada para describir la situación. Incluso con el pensamiento, se referían a ello de ese modo.

Hacía cierto tiempo que lo sospechaba, dijo ella, pero no había querido molestarlo hasta estar completamente segura. ¡No quería molestarme!, pensó el señor Durant.

Naturalmente, estaba furioso. La inocencia era algo deseable, delicado, conmovedor, pero en su justa medida; si se llevaba demasiado lejos, resultaba ridícula. El señor Durant habría deseado no haber conocido nunca a Rose, y se lo dijo claramente.

Pero eso no solucionaba nada. El señor Durant se vanagloriaba ante sus amigos de «conocer la vida». Tal como decía la gente de mundo, las situaciones como aquella podían «arreglarse». Por lo que sabía, las mujeres de la alta sociedad de Nueva York lo consideraban un mero trámite. Aquel caso concreto también podía arreglarse. Le dijo a Rose que volviera a casa, que no se preocupara, que él se encargaría de que todo fuera bien. Lo principal era apartarla de su vista, no ver más aquella nariz ni aquellos ojos.

Pero entre «conocer la vida» y poner en práctica esos conocimientos había una gran diferencia; el señor Durant no sabía a quién acudir. Se imaginaba preguntando a sus amigos si podían decirle «a quién podía acudir una chica, de la que había oído hablar, que tenía problemas». Podía oírse pronunciar aquellas palabras, la risa nerviosa que las acompañaría, el terrible tono neutro. No podía contárselo a nadie; vivía en una ciudad en expansión, pero era todavía lo bastante pequeña para que los chismes viajaran a la velocidad del rayo. Naturalmente, no temía que su esposa creyera esos chismorreos en caso de que llegaran a sus oídos, pero ¿qué necesidad había de inquietarla?

A medida que pasaban los días, el señor Durant iba poniéndose pálido y nervioso. Su esposa se preocupaba muchísimo por sus irritadas negativas a repetir de cada plato. Cada día le daba más rabia verse obligado a actuar contra las leyes de su país y, probablemente, contra las leyes de todos los países del mundo. Desde luego, contra las de cualquier país decente y cristiano.

Al final, Ruby los sacó del apuro. Cuando Rose le confesó al señor Durant que no había podido soportarlo y que se lo había contado a Ruby, a este le dio un ataque de rabia. Ruby era secretaria del vicepresidente de la compañía de caucho; si se le ocurría contarlo, lo pondría en un buen aprieto. Pasó la noche en blanco, tendido junto a su esposa. Temblaba ante la idea de cruzarse con Ruby por el pasillo.

Pero, gracias a Ruby, cuando se encontraron todo fue muy sencillo. No hubo miradas de reproche ni fríos gestos de rechazo. Ruby le dirigió su habitual «buenos días» con una sonrisa y añadió una miradita maliciosa, de complicidad, con un leve rastro de admiración. Entre ellos se estableció una sensación de intimidad, de compartir un secreto. ¡Una chica estupenda, esa Ruby!

Ruby lo organizó todo sin escándalo. El señor Durant no se vio envuelto directamente en todo aquello; sólo se lo oyó contar a Rose, en las escasas ocasiones que tuvo que verla. Ruby sabía, por algunos amigos suyos, de «una mujer» que pedía veinticinco dólares. El señor Durant insistió galantemente en darle el dinero y, aunque Rose empezó negándose, el señor Durant acabó imponiéndose. ¡Y eso que esos veinticinco le habrían ido muy bien en aquel momento, con los dientes de Junior y todo lo demás!

En fin, ya había pasado todo. La inestimable Ruby fue con Rose a ver a «la mujer» y esa misma tarde la llevó a la estación y le metió en un tren en dirección a casa de su hermana. Incluso tuvo la precaución de telefonear previamente a la hermana y decirle que Rose había tenido una gripe y tenía que descansar.

El señor Durant intentó convencer a Rose de que lo tomara como unas vacaciones. Además, le prometió recomendarla cuando quisiera volver a su puesto de trabajo. Pero, al pensarlo, la nariz de Rose volvió a ponerse colorada, soltó unos cuantos de aquellos sollozos irritantes, levantó la cabeza del pañuelo empapado y declaró, con una firmeza que le era totalmente ajena, que no quería volver a ver la compañía de caucho, a Ruby ni al señor Durant. Él se echó a reír con aire indulgente e hizo el esfuerzo de darle una palmadita en la delgada espalda. Sentía tal sensación de alivio por el modo en que todo se había solucionado que podía permitirse ser generoso con esa muchacha quejumbrosa.

Soltó una risita inaudible al rememorar esa escena. Supongo que creía que lo iba a sentir cuando dijo que nunca volvería; creía que me pondría de rodillas para suplicarle, se dijo.

La sensación de que todo había acabado era agradable. El señor Durant había oído en algún sitio una frase que se ajustaba perfectamente a la ocasión y le parecía una expresión contundente, elegante; era el tipo de frase que uno espera oír de labios de hombres calzados con botines mientras agitan el bastón con desenvoltura. La repitió, con satisfacción: Bien, eso es lo que hay, se dijo. No estaba seguro de no haberlo dicho en voz alta.

El tranvía redujo la velocidad y la muchacha del abrigo basto se dirigió hacia la puerta. Una sacudida la lanzó hacia el señor Durant —él habría jurado que lo había hecho a propósito—, murmuró alegremente una palabra de disculpa y le lanzó lo que él interpretó como una mirada invitadora. Hizo ademán de seguirla, pero volvió a sentarse. Después de todo, llovía y estaba a cinco manzanas de su casa. Una vez más, lo invadió la confortable seguridad de que se presentarían otras oportunidades.

Bajó del tranvía de excelente humor y se dirigió hacia su casa. Era una noche horrible, pero el frío que se insinuaba y la negra lluvia contribuían a que se imaginara con mayor claridad la casa cálida e iluminada, el gran plato de sopa de pescado humeante, los niños y la esposa que, muy formales, lo estaban esperando. Caminó despacio para que esperaran un poco y se alegraran de su regreso, canturreando mientras avanzaba por la pulcra acera, junto a los edificios sólidos y adecuadamente deteriorados.

Lo adelantaron corriendo dos muchachas con las manos sobre la cabeza para proteger sus sombreros de la lluvia. El repiqueteo de los tacones sobre el asfalto, las risas sin aliento y los brazos en alto, resaltando sus siluetas, suscitaron en él una sensación agradable. Las conocía; vivían tres puertas más allá de su casa, en el edificio que tenía una farola enfrente. Las había observado con frecuencia porque eran jóvenes y bonitas. Se dio prisa para verlas subir las escaleras y contemplar cómo las faldas estrechas mostraban las piernas. Volvió a pensar en la muchacha de la carrera en la media y entró en su casa inmerso en pensamientos muy entretenidos.

En cuanto abrió la puerta, sus hijos corrieron hacia él, gritando. Pasaba algo especial, porque Junior y Charlotte, por lo general, eran demasiado educados para molestar a la gente corriendo y balbuceando. Eran niños agradables y sensatos; eran buenos estudiantes, se lavaban siempre los dientes, no decían mentiras y no iban con compañeros que dijeran palabrotas. Junior sería el vivo retrato de su padre cuando le quitaran el aparato de los dientes, y la pequeña Charlotte se parecía mucho a su madre. Sus amigos comentaban con frecuencia que aquella era una familia ideal.

El señor Durant sonrió bondadosamente ante el bullicio mientras colgaba con cuidado el abrigo y el sombrero. Disfrutaba incluso colocando la ropa en el frío y brillante perchero. Aquella noche todo le resultaba agradable. Ni siquiera el alboroto de los niños podía irritarle.

Al final, descubrió la causa de la conmoción: un perrito perdido que había aparecido en la puerta trasera. Estaban todos en la cocina, ayudando a Freda, cuando Charlotte había creído oír como si rascaran la puerta; Freda dijo que eran imaginaciones suyas, pero, a pesar de todo, Charlotte se dirigió hacia la puerta y allí estaba el perrito, intentando protegerse de la lluvia. Mamá los ayudó a bañarlo y Freda le dio de comer; en ese momento, se encontraba en el salón. Rogaron a su padre que les diera permiso para quedárselo, por favor, por favor. No llevaba collar, así que no tenía dueño. Mamá había dicho que, si él daba su permiso, estaba de acuerdo, y a Freda le gustaba.

El señor Durant mantenía su sonrisa bondadosa.

—Ya veremos —dijo.

Los niños parecieron decepcionados, pero no se desanimaron. Hubieran preferido ver una mayor muestra de entusiasmo, pero sabían por experiencia que el «Ya veremos» indicaba una tendencia favorable.

El señor Durant se dirigió al salón para inspeccionar al visitante. No era ninguna belleza. No cabía duda de que era la muestra viviente de una madre incapaz de decir que no. Era un animalito rechoncho, de pelo blanco y enmarañado, con algunas manchas negras aquí y allá. Recordaba remotamente un terrier escocés mezclado con vestigios de otras razas; en definitiva, parecía un compendio bastante completo de diferentes especies caninas. Pero al instante se advertía que tenía un atractivo especial. Más de un cetro ha sido rechazado por motivos semejantes.

Estaba echado junto al fuego, agitando con ansiedad un rabo trágicamente largo, mientras imploraba con los ojos al señor Durant que le concediera un juicio justo. Los niños le habían dicho que se acostara allí, así que no se movía. Se esforzaba en mostrar su agradecimiento del único modo que podía.

El señor Durant se ablandó. No le disgustaban los perros y le agradaba verse como un individuo caritativo que acogía a los animales indefensos. Se inclinó y le tendió la mano.

—Bueno, señor mío —dijo jovialmente—. Ven aquí, amigo.

El perro corrió hacia él, meneando el rabo, extasiado. Le cubrió la fría mano de besos alegres pero respetuosos, y después descansó la cabeza cálida y pesada sobre la palma del señor Durant. Su mirada expresaba con elocuencia que consideraba que el señor Durant era el hombre más grande de América.

Al señor Durant le gustaban el aprecio y la gratitud. Dio unas palmaditas indulgentes al perro.

—Qué, muchacho, ¿quieres quedarte con nosotros? —dijo—. Sospecho que te gustaría quedarte.

Charlotte apretó con fuerza el brazo de Junior. Sin embargo, ninguno de los dos se atrevió a hacer ningún comentario.

La señora Durant entró en el salón, procedente de la cocina, con la cara colorada por haber estado vigilando la sopa de pescado. Tenía un pliegue de preocupación entre los ojos, en parte debido a la cena y, en parte, a la intromisión del perrito en la vida familiar. Todo aquello que no estaba previsto entre sus actividades del día la dejaba en un estado parecido al trauma que producen los bombardeos: las manos se le agitaban con nerviosismo e iniciaba gestos que dejaba en suspenso.

Cuando vio a su marido dando palmaditas al perro, su rostro adoptó una expresión de alivio. Los niños, que se comportaban a sus anchas en su presencia, rompieron el silencio y saltaron sobre ella, gritando que su padre decía que podía quedarse.

—Claro que sí, ¿no os había dicho que vuestro padre es muy bueno? —dijo en el tono que emplean los padres cuando resulta que han acertado—. Está muy bien, padre. Con este patio tan grande que tenemos, creo que no habrá ningún problema. Parece una perrita monísima…

Las caricias del señor Durant se detuvieron en seco, como si el cuello del perro se hubiera puesto repentinamente al rojo vivo. Se levantó y miró a su esposa como si fuera un desconocido que hubiera empezado a comportarse de modo excéntrico.

—¿Una perrita? —dijo. Siguió mirándola del mismo modo y repitió—: ¿Una perrita?

Las manos de la señora Durant se agitaron.

—Bueno… —empezó a decir, como si fuera a enumerar una larga lista de circunstancias atenuantes—. Bueno, sí —acabó por decir.

Los niños y el perro miraron con nerviosismo al señor Durant, dándose cuenta de que algo iba mal. Charlotte empezó a gimotear.

—¡Cállate! —exclamó su padre, volviéndose repentinamente hacia ella—. He dicho que podía quedarse, ¿verdad? ¿Has visto alguna vez que tu padre no cumpliera una promesa?

—No, padre —murmuró Charlotte educadamente, pero sin ninguna convicción. Como era una niña filosófica, decidió dejar el asunto en manos de Dios y espolearlo un poco con unas oraciones.

El señor Durant frunció el ceño e hizo un gesto brusco con la cabeza en dirección a su esposa, indicando que deseaba hablar con ella a solas, en la intimidad de la pequeña habitación que había al otro lado del pasillo, llamada el «estudio de padre».

Había dirigido en persona la decoración de su estudio y había verificado que fuera una habitación totalmente masculina. Estaba empapelada en rojo hasta la altura de un estante de madera donde había unas jarras decorativas. Unos estantes para pipas vacíos —el señor Durant fumaba puros— colgaban de la pared a intervalos regulares. En una de las paredes había una mediocre reproducción de un dibujo de una muchacha con alas de murciélago y, en otra, una fotografía de una acuarela que representaba una «mañana de septiembre», con los colores ligeramente corridos, como si la mano del artista hubiera temblado de emoción. Sobre la mesa había una piel curtida colocada con cuidadoso descuido en la que aparecía pintado el perfil de una muchacha india; en la mecedora había un cojín de piel con el retrato, grabado al fuego, de una muchacha vestida con un traje de esgrima que hacía resaltar una figura tristemente pasada de moda.

Los libros del señor Durant estaban alineados tras el cristal de una estantería. Eran altos y gruesos, ricamente encuadernados, y justificaban el orgullo que sentía su propietario. En su mayor parte consistían en relatos sobre las cortesanas francesas, había unos pocos volúmenes sobre las extrañas costumbres de algunos monarcas y las aventuras de antiguos monjes rusos. La señora Durant, que nunca tenía tiempo para leer, los contemplaba con cierto respeto y pensaba que su marido era uno de los principales bibliófilos del país. También había libros en el salón, pero esos los había heredado o se los habían regalado. La señora Durant había colocado unos cuantos en la mesa del salón; parecía como si los hubieran dejado allí los repartidores de Biblias.

El señor Durant se consideraba un coleccionista incansable y un lector infatigable, pero los libros siempre le decepcionaban; no eran tan buenos como el anuncio le había hecho creer.

El señor Durant entró primero en el estudio y se volvió para mirar a su esposa, con el ceño todavía fruncido. No había perdido la calma, pero esta estaba minada. Siempre tenía que surgir algo que lo estropeara todo.

—Fan, sabes perfectamente que no podemos quedarnos con esa perra —dijo con el tono de voz que reservaba para referirse a la ropa interior, los artículos de higiene personal y temas similares. Hablaba con el tono de infinita paciencia que se utiliza con los niños retrasados, pero tras él se ocultaba una firmeza como la del peñón de Gibraltar.

—Debes de estar loca si has pensado, por un solo instante, que podíamos quedárnosla. Por nada del mundo tendría una perra en mi casa. Es un espectáculo asqueroso.

—Pero padre… —empezó a decir la señora Durant, agitando de nuevo las manos de modo convulsivo.

—Asqueroso. Ya sabes lo que pasa cuando tienes una hembra: todos los machos del vecindario andan corriendo tras ella. Para empezar, tendrá cachorros… y tendrá un aspecto horrible. ¿Crees que es un espectáculo adecuado para los niños? No entiendo cómo no se te ha ocurrido pensar en los niños. Fan. Ni hablar, Fan. ¡Es asqueroso!

—Pero ¿y los niños? —dijo ella—. Van a llevarse…

—Déjalo en mis manos —la tranquilizó—. Les he dicho que la perra podía quedarse y mantengo las promesas, ¿verdad? Escucha: esperaré a que estén dormidos, cogeré a la perra y la echaré a la calle. Por la mañana, podrás decirles que se ha escapado durante la noche, ¿de acuerdo?

La mujer asintió. Su esposo le dio unas palmaditas en el hombro, cubierto de seda negra maloliente. Una vez más, estaba en paz con el mundo, gracias a la sencilla solución de un pequeño problema. De nuevo se sintió complacido al pensar que todo estaba en orden, listo para empezar otra vez. Cuando entraron en el comedor, todavía rodeaba el hombro de su mujer con el brazo.


TURONS COM ELEFANTS BLANCS d’Ernest Hemingway ( IllinoisEUA 1899 - , Idaho, EUA,  1961)      Hills like white elephants, 1938


Els turons que s’alçaven a l’altra banda de la vall de l’Ebre eren allargassats i blancs. En aquesta banda no hi havia arbres ni ombres, i l’estació es dreçava entre dues línies fèrries sota el sol. A recer del costat de l’estació s’estenia la càlida ombra de l’edifici, i una cortina, feta amb rastelleres de canuts de canya, penjava al pas de la porta oberta del bar, per evitar que hi entressin mosques. El nord-americà i la noia que l’acompanyava seien a una taula, a l’ombra, fora l’edifici. Feia molta calor, i l’exprés de Barcelona arribaria al cap de vint minuts. S’aturava en aquell entroncament durant dos minuts i prosseguia en direcció a Madrid.
–Què podem beure? –preguntà la noia.
S’havia llevat el barret i l’havia deixat damunt la taula.
–Fa molta calor –va fer l’home.
–Prenem una cervesa.
– Dos cervezas –va demanar l’home de cara a la cortina.
–Grans? –inquirí una dona des del llindar de la porta.
–Sí, dues cerveses grans.
La dona va dur dos gots de cervesa i dos posavasos de feltre.
Col•locà els posavasos i els gots de cervesa damunt la taula, i esguardava l’home i la noia. Aquesta tenia la mirada perduda en la cadena muntanyosa. Els turons eren blancs a la llum del sol, i els camps, marronencs i secs.
–Semblen elefants blancs –va dir.
–Mai no n’he vist cap.
L’home va prendre un glop de cervesa.
–No, no en pots haver vist cap.
–En podria haver vist –va replicar l’home–. Sols perquè tu dius que no n’he pogut veure, això no demostra res.
La noia mirava la cortina de canya.
–Hi han pintat alguna cosa –va dir–. Què hi diu?
– Anís del Toro . És un licor.
–El podríem tastar?
L’home cridà: “Escolti!”, a través de la cortina.
La dona va sortir del bar.
–Quatre reales .
–Volem dos Anís del Toro .
–Amb aigua?
–El vols amb aigua?
–No ho sé –va fer la noia–. És bo amb aigua?
–No està malament.
–El volen amb aigua? –insistí la dona.
–Sí, amb aigua.
–Té gust de pega dolça –digué la noia i deixà la copa sobre la taula.
–Amb tot passa igual.
–Sí –va replicar la noia–. Tot té gust de pega dolça. En especial les coses que has estat esperant molt de temps a tastar-les, com l’absenta.
–Oh, ja n’hi ha prou!
–Tu has començat –va dir la noia–. Jo m’estava divertint. M’ho passava bé.
–Bé, mirem de passar-nos-ho bé.
–D’acord. Ho estava intentant. Deia que les muntanyes semblaven elefants blancs. No ha estat brillant?
–Ha estat brillant.
–Volia tastar aquest licor nou. Això és l’única cosa que fem, oi?: contemplar les coses i tastar noves begudes?
–Suposo que sí.
La noia esguardà els turons.
Són unes muntanyes magnífiques –va dir–. En realitat no semblen elefants blancs. Em referia solament al color de la seva pell entre els arbres.
–Prenem una altra cervesa?
–Va.
El vent calent va fer voleiar la cortina contra la taula.
–La cervesa és bona, i freda –comentà l’home.
–És deliciosa –féu la noia.
–En realitat és una operació molt senzilla, Jig –va dir l’home–. De fet ni tan sols és una operació.
La noia fità el terra on reposaven les potes de la taula.
–Sé que no patiràs, Jig. Realment és ben poca cosa. Es tracta de fer-hi penetrar l’aire.
La noia no deia res.
–Jo t’acompanyaré i no em mouré del teu costat en tota l’estona. Simplement hi deixen entrar aire i després tot és completament natural.
–Aleshores, què farem després?
–Després tot anirà bé. Tot serà com abans.
–Què t’ho fa pensar, això?
–Aquesta és l’única cosa que ens amoïna. És l’única cosa que ens fa infeliços.
La noia ullà la cortina de canya, allargà la mà i va agafar dues rastelleres de canuts.
–I creus que després tot anirà bé i serem feliços.
–N’estic segur. No has de témer res. Sé de moltíssimes dones que ho han fet.
–Jo també –va dir la noia–. I després totes van ser d’allò més felices.
–Bé –digué l’home–, si no ho vols fer, no ho facis. No has de fer-ho, si no vols. Però sé que és molt senzill.
–I tu realment vols que ho faci?
–Penso que és el millor que podem fer. Però no vull que ho facis, si no vols.
–¿I si ho faig seràs feliç i les coses seran com abans i m’estimaràs?
–Ja t’estimo ara. Tu saps que t’estimo.
–Ho sé. Però si ho faig, ¿aleshores tindrà gràcia si dic que les muntanyes són com elefants blancs, i a tu t’agradarà?
–M’encanta. M’encanta ara, però no puc pensar-hi. Ja saps com em poso quan estic amoïnat.
–Si ho faig, no estaràs mai més amoïnat?
–No m’hi amoïnaré perquè és molt senzill.
–Aleshores ho faré. Perquè no em preocupo per mi.
–Què vols dir?
–Que no em preocupo per mi.
–Bé, doncs jo sí que em preocupo per tu.
–Oh, sí! Però jo no em preocupo per mi. I ho faré i aleshores tot anirà bé.
–Si ho sents d’aquesta manera, no vull que ho facis.
La noia es va alçar i caminà fins al cap de l’andana. Enllà, a l’altra banda, hi havia camps de blat i arbres a tot el llarg de la riba de l’Ebre. Més enllà, a l’altre costat del riu, es dreçaven les muntanyes. L’ombra d’un núvol lliscava a través del bladar, i ella albirava el riu entre els arbres.
–I podríem tenir tot això –va dir ella–. I podríem tenir-ho tot, però cada dia ho fem més impossible.
–Què dius?
–Deia que podríem tenir-ho tot.
–Podem tenir-ho tot.
–No, no podem.
–Podem tenir el món sencer.
–No, no podem.
–Podem anar arreu.
–No, no podem. Ja no és nostre.
–És nostre.
–No, no ho és. I un cop t’ho prenen, mai més no ho tornes a recuperar.
–Però no ens ho han pres.
–Ja ho veurem.
–Vine a l’ombra –li va dir ell–. No t’has de sentir d’aquesta manera.
–No em sento de cap manera –replicà la noia–. Simplement sé com són les coses.
–No vull que facis res que no vulguis fer…
–Res que no sigui pel meu bé –va dir ella–. Ja ho sé. ¿Prenem una altra cervesa?
–Sí. Però has de comprendre…
–Ho comprenc –el tallà la noia–. ¿No podríem deixar de parlar?
Asseguts a taula, la noia contemplava els turons de la banda àrida de la vall, i l’home mirava alternativament la noia i la taula.
–Has de comprendre –insistí– que no vull que ho facis si tu no vols. Estic disposat a acceptar-ho si és important per a tu.
–Per a tu no n’és, d’important? Podríem tirar endavant.
–És clar que ho és. Però no vull ningú més que tu. No vull ningú més. I sé que és extraordinàriament senzill.
–Sí, tu saps que és extraordinàriament senzill.
–És natural que et posis així, però ho sé.
–Vols fer-me un favor, ara?
–Faré qualsevol cosa per tu.
–Vols fer-me el refotut favor de no enraonar més?
Ell no digué res, sinó que clavà una llambregada a les maletes col•locades contra la paret de l’estació. Duien etiquetes de tots els hotels on havien passat alguna nit.
–Però no vull que el tinguis –digué ell–. No és important per a mi.
–Em posaré a xisclar.
La dona va travessar la cortina amb dos gots de cervesa i els col•locà damunt els posavasos humits.
–El tren arribarà d’aquí a cinc minuts –va dir.
–Què diu? –preguntà la noia.
–Que el tren arribarà d’aquí a cinc minuts.
La noia somrigué cordialment a la dona, en senyal d’agraïment.
–Valdrà més que dugui les maletes a l’altra banda de l’estació –va dir l’home.
Ella li somrigué.
–Està bé. Després vine i ens acabarem la cervesa.
Ell va agafar les dues feixugues maletes i les va portar a l’altra banda de l’andana tot contornejant l’estació. Va mirar més enllà, però el tren no es veia. En tornar, va passar per dins el bar, on la gent que esperava el tren prenia alguna cosa. Ell es va prendre una copa d’anís a la barra, mentre observava la gent. Tots esperaven el tren reposadament. Va sortit per entremig de la cortina de canya. Ella, asseguda a taula, li somrigué.
–Et trobes més bé? –li va preguntar ell.
–Estic bé –contestà ella–. No em passa res. Estic bé.

 Els turons que s’alçaven a l’altra banda de la vall de l’Ebre eren allargassats i blancs. En aquesta banda no hi havia arbres ni ombres, i l’estació es dreçava entre dues línies fèrries sota el sol. A recer del costat de l’estació s’estenia la càlida ombra de l’edifici, i una cortina, feta amb rastelleres de canuts de canya, penjava al pas de la porta oberta del bar, per evitar que hi entressin mosques. El nord-americà i la noia que l’acompanyava seien a una taula, a l’ombra, fora l’edifici. Feia molta calor, i l’exprés de Barcelona arribaria al cap de vint minuts. S’aturava en aquell entroncament durant dos minuts i prosseguia en direcció a Madrid.

–Què podem beure? –preguntà la noia.

S’havia llevat el barret i l’havia deixat damunt la taula.

–Fa molta calor –va fer l’home.

–Prenem una cervesa.

– Dos cervezas –va demanar l’home de cara a la cortina.

–Grans? –inquirí una dona des del llindar de la porta.

–Sí, dues cerveses grans.

La dona va dur dos gots de cervesa i dos posavasos de feltre.

Col•locà els posavasos i els gots de cervesa damunt la taula, i esguardava l’home i la noia. Aquesta tenia la mirada perduda en la cadena muntanyosa. Els turons eren blancs a la llum del sol, i els camps, marronencs i secs.

–Semblen elefants blancs –va dir.

–Mai no n’he vist cap.

L’home va prendre un glop de cervesa.

–No, no en pots haver vist cap.

–En podria haver vist –va replicar l’home–. Sols perquè tu dius que no n’he pogut veure, això no demostra res.

La noia mirava la cortina de canya.

–Hi han pintat alguna cosa –va dir–. Què hi diu?

– Anís del Toro . És un licor.

–El podríem tastar?

L’home cridà: “Escolti!”, a través de la cortina.

La dona va sortir del bar.

–Quatre reales .

–Volem dos Anís del Toro .

–Amb aigua?

–El vols amb aigua?

–No ho sé –va fer la noia–. És bo amb aigua?

–No està malament.

–El volen amb aigua? –insistí la dona.

–Sí, amb aigua.

–Té gust de pega dolça –digué la noia i deixà la copa sobre la taula.

–Amb tot passa igual.

–Sí –va replicar la noia–. Tot té gust de pega dolça. En especial les coses que has estat esperant molt de temps a tastar-les, com l’absenta.

–Oh, ja n’hi ha prou!

–Tu has començat –va dir la noia–. Jo m’estava divertint. M’ho passava bé.

–Bé, mirem de passar-nos-ho bé.

–D’acord. Ho estava intentant. Deia que les muntanyes semblaven elefants blancs. No ha estat brillant?

–Ha estat brillant.

–Volia tastar aquest licor nou. Això és l’única cosa que fem, oi?: contemplar les coses i tastar noves begudes?

–Suposo que sí.

La noia esguardà els turons.

Són unes muntanyes magnífiques –va dir–. En realitat no semblen elefants blancs. Em referia solament al color de la seva pell entre els arbres.

–Prenem una altra cervesa?

–Va.

El vent calent va fer voleiar la cortina contra la taula.

–La cervesa és bona, i freda –comentà l’home.

–És deliciosa –féu la noia.

–En realitat és una operació molt senzilla, Jig –va dir l’home–. De fet ni tan sols és una operació.

La noia fità el terra on reposaven les potes de la taula.

–Sé que no patiràs, Jig. Realment és ben poca cosa. Es tracta de fer-hi penetrar l’aire.

La noia no deia res.

–Jo t’acompanyaré i no em mouré del teu costat en tota l’estona. Simplement hi deixen entrar aire i després tot és completament natural.

–Aleshores, què farem després?

–Després tot anirà bé. Tot serà com abans.

–Què t’ho fa pensar, això?

–Aquesta és l’única cosa que ens amoïna. És l’única cosa que ens fa infeliços.

La noia ullà la cortina de canya, allargà la mà i va agafar dues rastelleres de canuts.

–I creus que després tot anirà bé i serem feliços.

–N’estic segur. No has de témer res. Sé de moltíssimes dones que ho han fet.

–Jo també –va dir la noia–. I després totes van ser d’allò més felices.

–Bé –digué l’home–, si no ho vols fer, no ho facis. No has de fer-ho, si no vols. Però sé que és molt senzill.

–I tu realment vols que ho faci?

–Penso que és el millor que podem fer. Però no vull que ho facis, si no vols.

–¿I si ho faig seràs feliç i les coses seran com abans i m’estimaràs?

–Ja t’estimo ara. Tu saps que t’estimo.

–Ho sé. Però si ho faig, ¿aleshores tindrà gràcia si dic que les muntanyes són com elefants blancs, i a tu t’agradarà?

–M’encanta. M’encanta ara, però no puc pensar-hi. Ja saps com em poso quan estic amoïnat.

–Si ho faig, no estaràs mai més amoïnat?

–No m’hi amoïnaré perquè és molt senzill.

–Aleshores ho faré. Perquè no em preocupo per mi.

–Què vols dir?

–Que no em preocupo per mi.

–Bé, doncs jo sí que em preocupo per tu.

–Oh, sí! Però jo no em preocupo per mi. I ho faré i aleshores tot anirà bé.

–Si ho sents d’aquesta manera, no vull que ho facis.

La noia es va alçar i caminà fins al cap de l’andana. Enllà, a l’altra banda, hi havia camps de blat i arbres a tot el llarg de la riba de l’Ebre. Més enllà, a l’altre costat del riu, es dreçaven les muntanyes. L’ombra d’un núvol lliscava a través del bladar, i ella albirava el riu entre els arbres.

–I podríem tenir tot això –va dir ella–. I podríem tenir-ho tot, però cada dia ho fem més impossible.

–Què dius?

–Deia que podríem tenir-ho tot.

–Podem tenir-ho tot.

–No, no podem.

–Podem tenir el món sencer.

–No, no podem.

–Podem anar arreu.

–No, no podem. Ja no és nostre.

–És nostre.

–No, no ho és. I un cop t’ho prenen, mai més no ho tornes a recuperar.

–Però no ens ho han pres.

–Ja ho veurem.

–Vine a l’ombra –li va dir ell–. No t’has de sentir d’aquesta manera.

–No em sento de cap manera –replicà la noia–. Simplement sé com són les coses.

–No vull que facis res que no vulguis fer…

–Res que no sigui pel meu bé –va dir ella–. Ja ho sé. ¿Prenem una altra cervesa?

–Sí. Però has de comprendre…

–Ho comprenc –el tallà la noia–. ¿No podríem deixar de parlar?

Asseguts a taula, la noia contemplava els turons de la banda àrida de la vall, i l’home mirava alternativament la noia i la taula.

–Has de comprendre –insistí– que no vull que ho facis si tu no vols. Estic disposat a acceptar-ho si és important per a tu.

–Per a tu no n’és, d’important? Podríem tirar endavant.

–És clar que ho és. Però no vull ningú més que tu. No vull ningú més. I sé que és extraordinàriament senzill.

–Sí, tu saps que és extraordinàriament senzill.

–És natural que et posis així, però ho sé.

–Vols fer-me un favor, ara?

–Faré qualsevol cosa per tu.

–Vols fer-me el refotut favor de no enraonar més?

Ell no digué res, sinó que clavà una llambregada a les maletes col•locades contra la paret de l’estació. Duien etiquetes de tots els hotels on havien passat alguna nit.

–Però no vull que el tinguis –digué ell–. No és important per a mi.

–Em posaré a xisclar.

La dona va travessar la cortina amb dos gots de cervesa i els col•locà damunt els posavasos humits.

–El tren arribarà d’aquí a cinc minuts –va dir.

–Què diu? –preguntà la noia.

–Que el tren arribarà d’aquí a cinc minuts.

La noia somrigué cordialment a la dona, en senyal d’agraïment.

–Valdrà més que dugui les maletes a l’altra banda de l’estació –va dir l’home.

Ella li somrigué.

–Està bé. Després vine i ens acabarem la cervesa.

Ell va agafar les dues feixugues maletes i les va portar a l’altra banda de l’andana tot contornejant l’estació. Va mirar més enllà, però el tren no es veia. En tornar, va passar per dins el bar, on la gent que esperava el tren prenia alguna cosa. Ell es va prendre una copa d’anís a la barra, mentre observava la gent. Tots esperaven el tren reposadament. Va sortit per entremig de la cortina de canya. Ella, asseguda a taula, li somrigué.

–Et trobes més bé? –li va preguntar ell.

–Estic bé –contestà ella–. No em passa res. Estic bé.




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